Politizar el privilegio

Columnas Plebeyas

Con la popularización de la interseccionalidad, que analiza tanto las diversas interacciones de ventajas como las desventajas de una persona o grupo social, las nociones de “opresión” y “privilegio” han estado en el centro de algunos análisis y conversaciones sobre la política. Esta propuesta de análisis surgió en 1992, con la descripción metodológica de la socióloga estadounidense Patricia Hill. Treinta años después, “opresiones” y “privilegios” son conceptos útiles dentro de su complejidad abarcadora que, sin embargo, también se han convertido en una especie de muletilla para describir de forma maniquea y dicotómica las condiciones en que vive alguien. 

Se dice que la conciencia cabal sobre las desigualdades tendría que pasar forzosamente por reconocer el lugar de la escala de opresiones y privilegios donde se encuentran grupos sociales o individuos. Esta última aseveración, en su vertiente cotidiana, se ha utilizado a modo de examen de autoconciencia, donde una persona supuestamente logra reconocer su lugar en una escala imaginaria que, incluso, suele solicitarse como paso previo para señalar injusticias de toda índole. De ello deriva que, en ocasiones, incluso los derechos más básicos, como el acceso al agua, a la alimentación, al techo o la educación se llegan a considerar privilegios, mientras que las desventajas hasta se cargan de cualidades morales positivas.

No es casualidad que una propuesta teórica como la de Hill se haya divulgado exitosamente como una vía de autoanálisis individual justamente en el periodo neoliberal, que exacerbó la mirada predominante del yo frente a los demás, al tiempo que propagó la competencia por encima de la comunidad. La interseccionalidad, por ello, en su vertiente popular, pasó de ser una propuesta emancipadora a una prueba de conciencia de un yo iluminado. En este sentido, cuando mandan a una persona a checar sus privilegios se supondría que tiene que entender su lugar en el mundo, y usualmente ese mandato es una forma de decirle que no puede opinar hasta hacer su proceso de autoconciencia y expresar un mea culpa por gozar de algo que otros carecen, sea lo que sea.

Este uso de la palabra “privilegio”, desde mi punto de vista, ha pervertido una noción utilizada por más de dos siglos en nuestra cultura política, la cual implica señalar la ilegitimidad de condiciones excepcionales otorgadas fuera del derecho. En 1813, en Los sentimientos de la nación, José María Morelos y Pavón declaró que las leyes debían regir a todos por igual, sin excepción de los cuerpos privilegiados. En contraste con la sociedad estamental de la colonia, en donde cada sector social tenía sus propios tribunales y facultades, la idea del poder popular pasaba forzosamente por una sociedad de iguales ante la ley.

Alrededor de medio siglo después, para Benito Juárez, el ideólogo que elaboró con más claridad el concepto, el privilegio significaba un resabio colonial injustificable, contrario a la dignidad del pueblo soberano, y el origen de las desigualdades. En su momento, se refería tanto al control ilegítimo del clero sobre la educación, la propiedad y la política, como a los tribunales excepcionales de la iglesia y el ejército. Ya en tiempos revolucionarios se luchó contra el privilegio de la casta ostentosa que se había enriquecido en el porfiriato mediante prerrogativas extraordinarias.

La noción juarista de los privilegios está anclada fuertemente en nuestra cultura política y tiene vigencia frente al conservadurismo del siglo XXI, que durante 40 años de régimen neoliberal utilizó ilegítimamente lo que le pertenece al pueblo para su enriquecimiento. Cuando el presidente Andrés Manuel López Obrador trae a la memoria la lucha contra los privilegios se refiere a ese concepto anclado en nuestra historia propia que habla de prebendas ilegítimas y las diferencia muy bien de los derechos. En contraste, quienes hablan de privilegios simplificando la óptica gringa y desde un banquito moral bien harían en comprender que la lucha centenaria mexicana contra ellos se articula en oposición a la desigualdad, y es mucho más profunda que el llamado despolitizado a la autoconciencia utilizado usualmente para alentar la censura.

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