Hace unos día estaba haciendo otra cosa.
Nada que ver con lo que tenía que hacer. Pero se sabe cómo son las cosas: nunca son como lo que uno se espera. Y, mientras estaba ahí ocupado en mis asuntos, me encontré con una paradoja, la paradoja de la papa. Y me atrapó a tal punto que no pude dejar de pensar en ella durante mucho tiempo, quizás años.
La paradoja va así. Un hombre vuelve a su casa con una bolsa de yute llena con cien kilos de papas para la cena. Ya es absurdo porque para la cena cien kilos es mucha papa. Pero se trata de una paradoja matemática, entonces las papas son papas matemáticas, y también lo es la cena. Una cena matemática.
Entonces llega con su saco de cien kilos de papas, que están compuestas al 99 por ciento de agua (siempre un agua matemática).
El hombre, olvidando por completo el propósito de su compra, deja la bolsa llena de papas fuera de su casa durante toda la noche. Así pasa a veces. Uno va a la sala con la intención de hacer algo y en cuanto entra sus intenciones se esfumaron y sólo queda ese desasosiego.
Al día siguiente el contenido de la bolsa está conformado por un 98 por ciento de agua. El agua se ha evaporado.
Aquí se empieza a poner loca la cosa y se ve por qué la paradoja se llama paradoja. La pregunta matemática que se abre es: ¿cuánto pesa ahora la bolsa de papas?
Me gusta mucho la palabra paradoja, ya saben que estoy fascinado por las etimologías. Y paradoja viene de la unión de dos términos griegos: pará, que significa al lado, o contra, y doxa, que es la opinión común. Entonces paradoja significa una afirmación contraria a las opiniones aceptadas comúnmente como verdaderas.
Ojo, porque hay cierto potencial subversivo en las paradojas, me digo a mí mismo cuando me ensimismo.
Bueno. No se lo van a creer, pero la respuesta es muy bizarra, aparentemente absurda, pero verídica. El nuevo peso del saco de papas es cincuenta kilos. Tiene que serlo. No hay manera de que no lo sea. Y, si no me distraen con sus comentarios e interrupciones y me dejan concentrarme, voy a intentar explicar por qué es así.
Sabemos que la masa de las papas, antes de pasar la noche al fresco en espera de ser cocinadas, es de un kilo y la del agua es de 99 kilos, que representan el 99 por ciento de los cien kilos totales. De los cien kilos contenidos en el saco de yute, un kilo es masa seca, que no cambia, dado que sólo el agua es el elemento que se evapora.
Hasta aquí todo claro. Tuve que hacer dibujitos porque no sé si se los había comentado, pero yo en matemáticas soy muy deficiente. Eso me decía mi profesora de matemáticas de la secundaria, una mujer ya anciana, cansada de una vida pasada tratando de enseñar algo a generaciones de inútiles pubertos mientras se ponía crema en sus viejas piernas sin importarle un pepino la mirada de sus alumnos. “Eres muy deficiente en matemáticas”, me decía. También decía que el que nace redondo no puede morir cuadrado, lo que me sigue pareciendo muy preciso, en general. Nadie cambia. Pero ven que me distraen otra vez. Yo lo que quiero es hablar de las papas.
Para que el saco de yute esté lleno al 98 por ciento de agua, la masa seca debe llegar a representar el dos por ciento del peso total, lo que significa el doble de lo que era antes. La cantidad de masa seca, un kilo, queda igual, no varía, así que el resultado sólo se puede alcanzar reduciendo la única parte variable, la masa total de las papas.
Dado que la proporción de masa seca debe llegar al doble, es la masa total de las papas la que tiene que bajar a la mitad. Esto lleva precisamente a la respuesta antiintuitiva: cincuenta kilos.
Es hermoso. Y placentero. Es muy placentero.
Esto me hizo pensar en una vieja historia que me contó alguna vez un sepulturero poeta en una noche de verano en el monte Taranaki, en la Isla Norte de Nueva Zelanda.
Me dijo que un día la Verdad se había caído en el pozo ubicado a un lado de su cementerio, y cuando corrió la voz toda la gente del pueblo dejó lo que estaba haciendo para irla a ver.
La Verdad gritaba y pedía ayuda desde el fondo del pozo, porque el agua le llegaba a la garganta y se iba a ahogar.
Los pobladores le lanzaron una cuerda, una escalera, pero el cura intervino y dijo que primero tenían que vestirla porque estaba desnuda y no podía salir en esas condiciones. Así le lanzó una camisa, luego llegó el alcalde y le lanzó un sombrero, y el magistrado un pantalón. Y poco a poco todo el mundo le lanzó una prenda, quien una corbata, quien unos calzones, quien una bufanda y unos lentes de sol. Después de una media hora, finalmente la Verdad se trepó a la cuerda y salió del pozo. Y mientras se iba pasando entre la gente decía:
—¡Viva, sí, pero así emperifollada seguro nadie me va a reconocer!
(Si me preguntan a mí, no sé nada de matemáticas, pero hasta un deficiente como yo al final reconoce la Verdad aunque esté disfrazada).