Acusar a los manifestantes de la marcha del domingo 26 de febrero de ser defensores del narcoestado, de ser cómplices de Genaro García Luna, parecería una falacia ad hominem. Una falsa generalización, con la intención de desvirtuar toda una posición política a partir de la conducta de una persona. Pero no es así. De hecho, el vínculo debe plantearse en sentido inverso, es poner en claro que esa postura política es, en gran medida, responsable de engendrar una figura como la de García Luna.
Ciertamente, todo juicio tiene algo de teatralidad. El acusado encarnaba a un régimen, una manera de hacer política, una forma de tejer redes y complicidades. Sin duda, es un gran alivio que el veredicto haya sido emitido por un jurado popular; de otra forma no se habría roto el halo de impunidad que cubría a esa clase política.
Hoy sus cómplices no pueden vociferar que se trata de una persecución política perpetrada por una dictadura populista, como lo han hecho con otros procesados. En los tribunales mexicanos habrían hecho todo tipo de malabares jurídicos para evitar que se evidenciara el íntimo vínculo que existe entre ellos y el crimen organizado. Tan cercano que es imposible distinguir entre unos y otros. Dirían, como lo han hecho con Rosario Robles, que es una falta administrativa, no un acto criminal.
Debemos tener en claro que desafortunadamente el de García Luna es un acto de justicia incompleto. El llamado superpolicía fue declarado culpable por los crímenes que la fiscalía podía probar y no por todos los que perpetró. Hay cuentas pendientes y muchos cómplices libres. Los crímenes más atroces ni siquiera fueron pronunciados ante el juez.
El juicio popular debe extenderse a todo el régimen federal. Felipe Calderón y García Luna son las cabezas visibles, pero ellos no son la excepción, sino la regla. La responsabilidad de la barbarie que hemos vivido las últimas décadas es mucho más amplia y profunda. Poner al Estado al servicio del crimen organizado no es decisión de una persona, requirió de la complicidad de la clase política y de la permisividad de un amplio sector que se ha autodenominado sociedad civil.
Muchas de las organizaciones de la sociedad civil que hoy reclaman una supuesta militarización fungieron como administradores de la tragedia. No olvidemos que la “guerra contra el narco” fue una gran tragedia para muchos y un gran negocio para unos pocos. Los privilegios de una pequeña élite son indisociables de la sangre derramada.
Pensemos, por ejemplo, en María Elena Morera. Mientras se presentaba con un discurso en defensa de los derechos humanos, amasó una gran fortuna lavándole la cara a un régimen especializado en la tortura y la desaparición forzada.
Hoy esa clase política convoca a las calles para exigir que el régimen que encumbró a García Luna no sea tocado, para defender un régimen en el que se construyó una compleja estructura legal que garantizara su impunidad, en el que se toleró a los delincuentes de cuellos blanco, que, por cierto, son los más beneficiados del narcotráfico.
Con la máscara de ser apartidistas, pretenden ocultar un pasado criminal. Dicen defender la democracia, pero ninguna democracia es compatible con la necropolítica que impusieron.
Lamentablemente, el poder judicial es una de las pocas trincheras que aún mantiene esa clase política. No hay mucha esperanza de que en esos lares haya justicia para las víctimas del régimen criminal.
En esa clave debemos comprender el reclamo de la “marea rosa” para desentenderse del pasado, así como su irresponsabilidad. Se trata de una exigencia para prolongar su impunidad y sus privilegios. Ante la catástrofe que ha sido el narcoestado, la memoria constituye un imperativo ético, pues conforma la única posibilidad de instaurar una justicia integral para las víctimas.