Revolución

Columnas Plebeyas

La publicidad comercial se ha apropiado de la palabra revolución, dándole una connotación positiva e insoportablemente banal. Basta que una marca quiera dar la idea de que ha introducido un cambio en su línea de productos, por pequeño que sea, para que lo anuncie como la “revolución”. Basta con que detecte la posibilidad de modificar un patrón de consumo para publicar leyendas como “únete a la revolución de…” la fibra óptica, el entretenimiento, los gimnasios, cualquier cosa. En este sentido, la palabra evoca un cambio alegre, agradable y cómodo. Frente a esta conjura de los necios, toca a los revolucionarios serios recordar que una revolución es un suceso catastrófico y terriblemente doloroso.

La palabra tiene varias acepciones, por supuesto, empezando por el concepto meramente mecánico de giro, ciclo o vuelta. Ese es el sentido que le dio Copérnico al titular su libro Las revoluciones de los orbes celestes, obra que curiosamente provocó una revolución del pensamiento que no tuvo nada de mecánica. Cualquier cambio histórico profundo puede ser llamado revolución.

En su acepción política más precisa, sin embargo, la palabra designa la irrupción directa de las masas en el proceso histórico. Suena simple, pero implica la ruptura cataclísmica del orden establecido. Esta ruptura puede conducir a la transformación histórica profunda, pero también, y esto ocurre en la mayoría de los casos, a la derrota contrarrevolucionaria. En cualquier caso, resulte victoriosa o derrotada, la irrupción de las masas es siempre un proceso grandioso pero traumático. Su belleza es la belleza terrible del heroísmo que se despliega después de un terremoto. Puede ser deslumbrante, pero jamás cómoda.

Los libros de historia enfatizan la decisión del líder que inicia la revolución (Luis XVI convoca a los Estados Generales, Miguel Hidalgo da el Grito de Dolores, etcétera). En realidad, una decisión individual puede determinar el momento preciso en que la revolución estalla, pero no puede determinar si estalla o no. No hay que confundir el detonante con la causa. Una revolución estalla si y sólo si las contradicciones de una sociedad se han agudizado hasta hacer imposible toda solución dentro del marco institucional existente, es decir, cuando la ruptura histórica se ha vuelto totalmente inevitable, más allá de la voluntad de quienes luego la protagonizan y la sufren. 

Así pues, un revolucionario no es quien “desea” la revolución, ni quien hace que estalle una revolución que de otro modo no ocurriría. Revolucionario es quien ha observado la sociedad y ha concluido que sus contradicciones se han agudizado hasta imposibilitar cualquier otra salida, y por lo tanto se prepara para intervenir conscientemente en esa catástrofe inevitable. Toda política progresista que buque evadir la revolución se vuelve quijotesca: quien no se atreve a impulsarla se ve obligado a enfrentarla. La intervención consciente de una dirección revolucionaria puede hacer la diferencia entre la victoria y la derrota, pero ni siquiera la victoria será incruenta, armoniosa o cómoda.

En condiciones normales, lo que ocurre en una revolución es inconcebible, inimaginable. Revolucionario es quien, atreviéndose a imaginarlo, dedica su la vida a prepararlo.

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