La última Juana

Columnas Plebeyas

De regreso al terruño para los días festivos, pasamos un par de noches en Brooklyn con unos amigos oaxaqueños-tlaxcaltecas. Con tal de ver un poco del movimiento en el centro, tomamos la línea “N” del metro para llegar a Manhattan. Abriendo brecha entre las luces y las hordas de turistas, topamos en la Biblioteca Pública de Nueva York —el imponente edificio que da al Parque Bryant y que se hizo famoso por la escena inicial de los Cazafantasmas (Reitman, 1984)— con una exposición singular. Titulada “Tesoros”, la muestra saca a relucir algunos de los 56 millones de piezas del acervo de la biblioteca: desde un mechón de cabello de Beethoven hasta unas tablas de oración budistas en hojas de palma laqueadas, escritas con tinta de semillas de tamarindo.

Entre tantas cosas de tantas épocas y orígenes, una en particular me llamó la atención: un guion nunca filmado del novelista John Steinbeck. Autor de la aclamada novela Las uvas de la ira, que trata de la desesperada tentativa de una familia de agricultores arrendatarios de llegar a California durante la Gran Depresión de la década de 1930, la obra que vi detrás del vidrio tenía un tema sólo en apariencia diferente. En 1947, el actor Burgess Meredith encargó a su amigo Steinbeck la adaptación de la historia de Juana de Arco para el escenario. El autor decidió ubicar su reelaboración en tiempos modernos, donde la protagonista, “Joan Archer”, se enamora de un soldado moribundo. Después de su muerte, ella cree escuchar su voz por medio de la radio, instándole a diseminar su mensaje sobre la necesidad de un desarme con los líderes políticos del país. Atacada por los congresistas por sus opiniones traidoras, a Joan la internan por paranoia. Aunque ella intenta escapar, la regresan al hospital, donde se muere debido a una droga administrada por su doctor. Su voz es silenciada. La voz del guion también: insatisfecho con su trabajo, Steinbeck destruyó casi todas las copias del texto, a excepción de esta que estuve viendo, pensada para una versión cinematográfica que tampoco se produjo. 

En el tren rumbo a Connecticut, pensé mucho en “La última Juana”, en cómo la montaría, en cómo —de contar mágicamente con un gran presupuesto— la rodaría. Es una historia más actual que nunca. En los 75 años que han pasado desde que Steinbeck puso manos a la obra, Estados Unidos se ha vuelto mucho más adicto a la guerra y a las drogas, su sistema político aún más capturado por las mismas industrias armamentística y farmacéutica contra las que pretendía advertirnos. Además de los 816 mil millones de dólares del presupuesto militar para el 2023, el gobierno de Joe Biden está pidiendo 106 mil millones más para prolongar tanto su guerra proxy en Ucrania como la masacre de mujeres y niños en Palestina, amén de incrementar la militarización en los confines con México. 

En la televisión, varios noticieros chillan sobre la supuesta “¡frontera abierta!” del lado sur. Entrevistado, un congresista insiste en que la gente está tan enojada por la migración ilegal que, de no hacer nada, podría ser capaz de armar otro atentado como el de Oklahoma de 1995: además de incitar a la violencia, decirlo es un intento descarado de vincular un bombardeo con la comunidad migrante, que no tuvo absolutamente nada que ver con él. Cambio de canal, pero por todas partes hay comerciales de costosos medicamentos, uno tras otro. Reconozco uno de ellos: Dupixent, que mi madre usa para tratar una enfermedad autoinmune. Gracias a la mafia que controla el mercado de fármacos en el país, un surtido de año de Dupixent costaría 36 mil dólares para ella sola. Una buena parte de eso, muy claramente, se está empleando en pagar los comerciales que veo tan seguido. Mi madre ha estado subsistiendo con las muestras gratuitas que las empresas proporcionan a su doctora y que ella amablemente le está dando a su paciente, pero sabe que esto no puede durar para siempre. Hay algo particularmente estadounidense en la imagen de una mujer de 88 años batallando en el teléfono con su aseguradora para que cubran un medicamento que necesita para que su piel no se cubra de llagas. (Entre las hazañas más importantes de este sexenio en México figura la de romper la mafia farmacéutica que dominaba de la misma forma aquí: un trabajo que se tendrá que consolidar en el gobierno siguiente).

No todo ha sido malo. Ha habido caminatas por la costa y por los parques estatales, con sus senderos bien cuidados y marcados. Ha habido cervezas con viejos amigos en las tabernas de siempre y visitas a los que ya no pueden salir de sus casas. En mi viejo campo de beisbol encontré una pelota que lanzamos un rato; en el cementerio, saludé a los que se nos adelantaron. Los viejos coordinados del pueblo todavía existen. Pero el declive por el que pasa el país es palpable: entre su ABC de adicción, belicismo y culpa echada con dedos flamígeros hacia el extranjero, se ha extraviado en un bosque mucho más denso que el de Dante, sin un Virgilio que lo guíe. O más bien, sin una Juana, que se encargarían de callar —lo hacen diario— con la misma presteza que en la obra de Steinbeck. Ante eso, a México no le queda otra opción más que la de trazar su propio camino. Tras haber soltado tanto a Estados Unidos en su periodo de auge y expansión, sería sumamente irónico si se adhiriera a él ahora en su fase de decadencia.

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