Expropiación y olvido selectivo

Columnas Plebeyas

El domingo 21 de mayo se conmemoró el natalicio de Lázaro Cárdenas y también el Día del Instituto Politécnico Nacional (IPN). La confluencia de ambas fechas no es casualidad, pues el Poli surgió estratégicamente en el periodo cardenista para impulsar el florecimiento de la industria petrolera nacional, justo después del decreto del 18 de marzo de 1938. La expropiación petrolera, ese momento culminante del proyecto revolucionario que dio origen al IPN, ha sido recordada en la memoria nacional como uno de los eventos más luminosos del país, por ser ejemplo de soberanía y base del estado de bienestar. 

No obstante, esta expropiación fue una conmemoración histórica incómoda para los neoliberales, aunque los priistas del periodo previo a la transición democrática lograban encontrar en aquel hito del siglo XX un mito fundacional que podían, de algún modo, acomodar a su retórica. No así los panistas, cuya tradición política surgió precisamente de la oposición a la radicalización revolucionaria cardenista, y nacieron en 1939 en un proyecto que implicó el matrimonio entre el empresariado y el confesionalismo eclesial.

Pero la contradicción más clara entre el recuerdo de la expropiación y el proyecto neoliberal ocurrió en 2014, cuando Enrique Peña Nieto osó asegurar que su reforma energética, que permitió la inversión y control de una parte del negocio petrolero a los privados mayoritariamente extranjeros, seguía el espíritu cardenista. La palabra “expropiación” ya estaba en el lado opuesto de la brújula moral impuesta por el Estado tras varias décadas de neoliberalismo, y también por el estigma internacional en contra del chavismo y sus expropiaciones impulsivas en Venezuela. 

A 85 años de la expropiación petrolera, cuando se lee en el Diario Oficial de la Federación un decreto de ocupación temporal o expropiatorio, un sector de la población se remite más fácilmente a Hugo Chávez que a Cárdenas. La brújula histórica se halló a la deriva a punta de una retórica de olvido, instrumentalizada por los neoliberales como una estrategia para legitimar el desmantelamiento de lo público. Para consolidar esa cultura política, además de olvidar lo incómodo, se instauró una visión positiva del porfiriato, que en sus valores más profundos se asemejó, con las puertas abiertas, a la inversión privada y extranjera. Los simpatizantes de Díaz se multiplicaron y un sector ávido de esa imaginería de bonanza siente pavor ante los anuncios histéricos de “venezolanización” de nuestro país. 

Sin embargo, la expropiación es legal y también legítima. Plantea la ejecución del espíritu social de la carta magna al supeditar el bienestar colectivo por encima del individual. Fue posible, entre otros elementos, gracias al acompañamiento de la Suprema Corte de Justicia de la Nación en el cardenismo, que hizo una lectura basada en esa esencia y en 1937-38 se colocó en favor de los trabajadores, que entraron en una disputa legítima para exigir mejoras a sus condiciones laborales. Sin esa Corte y sin el ímpetu sindicalista, Cárdenas no habría encontrado el momento propicio para ejecutar una expropiación. 

En el presente vuelve a leerse la palabra expropiación, a pesar de la cultura política impuesta por el neoliberalismo; a pesar de los alaridos de opositores como Lilly Téllez, que se escandalizan ante la legítima ejecución de la norma; a pesar de una Corte que favorece el descongelamiento de cuentas y se muestra explícitamente como brazo de la oposición conservadora, y a pesar de poderosos empresarios como Germán Larrea, que, aun con su historial de abusos, exige un pago multimillonario que, ante esa trayectoria, resulta inmoral. 

Seguramente los alaridos histéricos que vaticinan el desastre seguirán oyéndose entre el conservadurismo perdido en su olvido selectivo, que omite alevosamente que México nació de una revolución, mientras que en un sector mayoritario permanece con fortaleza esa memoria. 

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