La transformación: cosa de todas, todes y todos

Columnas Plebeyas

Todo mundo está de acuerdo en que queremos y necesitamos vivir en un lugar mejor, más justo, con mejores condiciones de vida, más oportunidades, servicios eficientes, espacios agradables, en armonía y paz. Pero, se han preguntado qué estamos haciendo para que eso suceda, es más, ¿qué estoy haciendo yo para que eso sea posible?, ¿cuál es mi espacio de acción y contribución para materializar ese deseo?

Sabemos que estamos en un sistema donde todas las personas tenemos distintos niveles de responsabilidad y ejercicio de poder, mucho hemos hablado de la responsabilidad que tienen las y los funcionarios o servidores públicos para mejorar las condiciones de vida en nuestro país; ellos tienen la enorme tarea de administrar los recursos públicos y, por lo tanto, deben ser ejemplo de compromiso y ética, son los primeros que deben apegarse a las leyes y es a los primeros a quienes se les debe exigir una clara rendición de cuentas.

Dicho esto, ahora quisiera regresar al tema de la responsabilidad social. ¿Qué pasa cuando el poder lo tiene la ciudadanía? ¿Cuando son las y los ciudadanos quienes tienen la posibilidad de administrar el bien público o ejercer algún tipo de poder? ¿Cuando desde nuestros espacios tenemos la facultad de generar cambios de mejora? Bueno, pues resulta que hay procesos de participación y organización social muy exitosos, aunque no siempre sea así. De hecho, muchas veces vemos también ahí falta de interés por el bien común, ausencia de participación y, en el peor de los casos, comportamientos como los de cualquier político corrupto.

Desafortunadamente, la corrupción y el deseo de obtener beneficios personales de un bien público no son exclusivos de la clase política o empresarial. Podría implementarse el mejor programa o acción social y siempre habrá una persona con la intención de incumplir las reglas de operación para procurar su beneficio propio.

La corrupción es una práctica muy arraigada y normalizada en nuestro país, se da prácticamente en todos los niveles, en distintas escalas y en distintos estratos sociales; los políticos o empresarios corruptos son tan sólo una parte de ella. Acabar con la corrupción y transformar el país en un mejor lugar es una tarea diaria que compete a todas las personas. Accionar con ética, legalidad y responsabilidad tendría que ser no sólo un principio básico para la administración pública, sino una política de vida necesaria e indispensable para participar activamente en la sociedad. 

Hemos recorrido un largo camino para crear leyes, reglas y normas que nos ayudan en la convivencia diaria, pero lamentablemente parecen ser insuficientes: necesitamos conformar un marco axiológico que contrarreste el individualismo, el deseo de acumular a costa del bienestar colectivo, el impulso de pasar por encima de los demás; valorar el esfuerzo y sobre todo dignificar el trabajo útil y necesario.

Tenemos que dejar de llamar “vivir bien” a la capacidad de consumir, nos urge promover el bien común como un objetivo supremo en la vida de todas las personas porque ningún espacio de acción es pequeño y ningún esfuerzo por el bien común es vano. Hay una responsabilidad compartida y, en pequeña o gran medida, nos necesitamos para seguir transformando este país.

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