feat. Don Juan Manuel, infante de Castilla
Seguro no les digo nada nuevo, pero es caminando que se tiene el tiempo de observar lo que nos rodea. Viajar en automóvil implica sumergirnos en las dinámicas del tráfico y de la velocidad, si es que el tráfico la permite; la bicicleta es viento en el cabello, si uno tuviera cabello, y cuidado de que un tráiler, un auto o un pesero no te aplasten y hagan de ti una albóndiga humana; los patines eléctricos del diablo, pues ya está todo contenido en su nombre, ¿verdad? El metro, el metrobús, los peseros, son para ir dejándose sostener por la multitud, para dejarse mecer por el andamiaje o, si uno tiene la suerte de andar sentado, para leer o echarse una pestañita.
Así que como pueden ver, caminar es nuestra última opción para observar el mundo que nos rodea.
Pero no quería hablarles de las opciones de movilidad. Siempre me desvían con sus curiosidades.
Iba por la calle, caminando lento, y me encontré con una vendedora de plata de la ciudad de Taxco que me ofreció un collar para las grandes ocasiones. Decliné su oferta porque el collar no me parecía que se coordinara con mi estilo, pero le propuse que me vendiera una historia. Ella entonces, de una bolsa de cuero que traía colgada al cuello, sacó estas palabras:
Érase una vez un rey. Un día llegaron al castillo tres hombres que afirmaban ser buenos tejedores y le ofrecieron hacer un vestido que fuera visible a cualquier persona que fuera hija legítima de sus padres, pero el que no fuera hijo del padre que tenía o que decía la gente, no podría verlo.
Al rey le gustó mucho la idea porque le permitiría saber quién era hijo de los que debían ser sus padres y quién no, y así podía enriquecerse mucho, dado que los moros no heredan bienes de su padre si no son verdaderamente sus hijos. Así, ordenó que se les diera un palacio a los tejedores para que hicieran el vestido.
Encerrados en el palacio, los tres estafadores pidieron mucho oro y plata y seda para hacer el paño y ahí encerrados fingían todo el día que estaban trabajando en el telar.
A lo largo de los días el rey mandó varios de sus camareros a que revisaran el trabajo de los tres, y cada uno regresaba diciendo que había visto el vestido, aunque ninguno de ellos lo veía. Hasta que un día el rey mismo se decidió a ir.
Cuando entró en el palacio, en la sala donde los tres tejedores trabajaban, se dio cuenta de que no veía nada. Esto lo inquietó porque significaba que él mismo iba a perder su reino, no siendo el hijo legítimo de su padre. Así fingió, como todos, que veía la tela y se prodigó en elogios y comentarios sobre la belleza y la finura del vestido.
Los tres tejedores no tejían nada pero hacían movimientos precisos como si en sus manos tuviesen la tela más preciada. El rey seguía diciendo maravillas de la tela y del trabajo hasta que se fue. Los que iban a ver el trabajo de los maestros tejedores regresaban loando la nobleza de los cortes, la belleza de la tela. Y así siguieron hasta que llegó el día de una gran fiesta y los nobles sugirieron al rey que usara el vestido nuevo para la ocasión.
Los tejedores lo entregaron en unas sábanas muy buenas, fingieron desenvolver el vestido y con gracia lo colocaron sobre el cuerpo del rey, que estaba desnudo con los brazos abiertos frente al espejo. Nadie se atrevió a decir que no veía ningún vestido y así fue que el rey salió por las calles de la ciudad, a caballo, completamente desnudo.
Con el vestido nuevo, el soberano hizo un largo desfile por las calles de la ciudad frente a una multitud de ciudadanos que aplaudían fuerte, gritaban, chiflaban por su elegancia soberbia, aunque todos veían lo mismo, que no llevaba puesta ninguna vestimenta. Quizá porque se sentían en secreto culpables de indignidades inconfesables. Por miedo a revelarse hijos ilegítimos, los ciudadanos fingían ver algo que no veían, o más bien fingían ignorar algo que era muy claro y evidente a todos. Por miedo, nadie se atrevía a decir lo obvio.
Hasta que un siervo negro, que guardaba el caballo del rey y que no tenía nada que perder, llegó con el rey y le dijo:
—Señor, a mí no me importa que se diga que no soy hijo del padre que yo digo, ni de otro, y por ende le digo que o soy yo ciego o usted está desnudo.
El rey al inicio lo insultó y lo maltrató, diciendo que decía así porque no era hijo del padre que él cuidaba, y por eso no veía la ropa. Pero después del moro hubo otro que se atrevió a decir lo mismo, y así lo fueron diciendo poco a poco los demás, perdiendo el miedo, hasta que la verdad fue finalmente dicha y se reveló el engaño de los tres estafadores. Pero cuando los fueron a buscar no los hallaron, porque se habían ido con toda la riqueza que les había entregado el rey.
Dicho esto, calló la vendedora de plata y tendió la mano. Saqué un billete y le pagué su historia, porque me pareció muy útil para interpretar mi presente, en el que muchos pretenden que todos admiren un vestido que no está, que se acepten identidades inexistentes, que se niegue la realidad que todos ven.
(Ahora, si me preguntan a mí, no tengo nada que perder y no me importa que se diga que no soy hijo de mis padres ni de nadie más, pero o soy ciego o el rey está desnudo).