“El gesto más revolucionario es llamar a las cosas por su nombre”
–Luxemburg
Los humanos van creando su lenguaje, la más deslumbrante y compleja de sus obras, como crean su historia: a ciegas. Su historia y su lenguaje son la suma inconsciente de millones de acciones individuales conscientes. Por eso quien quiera comprender la historia, para incidir en ella deliberadamente, debe mirarla un poco como desde fuera, críticamente. Y lo mismo ocurre con el lenguaje.
El señor regañón que todos llevamos dentro nos tienta a exigir a los demás que se apeguen a lo que consideramos el uso correcto de las palabras. Pero las y los lectores son gente culta y saben que las palabras son convenciones y que no existe un uso intrínsecamente “correcto” o “incorrecto” de ninguna palabra. Sencillamente, existen usos más o menos adecuados a determinados fines. En general, el mejor modo de usar cada palabra es darle el sentido que le da la mayoría de los hablantes del idioma. No en vano para decir que esto o aquello es correcto o no es correcto decimos que “se dice así” o “no se dice así”. En principio, no hay academia con una autoridad más alta que la sociedad misma.
Sucede, sin embargo, que la sociedad es una cosa contradictoria y fluida. Sus ideas dominantes en cada momento dado son las de su clase dominante, pero toda sociedad está compuesta de sectores con intereses contrapuestos, cuya fuerza relativa cambia con el tiempo. Así, el interés dominante puede no ser el interés mayoritario; y el interés dominante o mayoritario de ayer puede no ser ya el de hoy y con toda seguridad no será el de mañana. Por eso el mundo de las ideas (y su reflejo, el lenguaje) es siempre un territorio en disputa.
Así que, a veces, se vuelve legítimo y hasta necesario proponer usos lingüísticos distintos a los generalmente aceptados. Quien lo haga, sin embargo, por mucho que esté amparado por la etimología, la historia, la moral u otra justificación cualquiera, no debe hacerlo creyéndose con derecho a regañar, sino aceptando la obligación de convencer. De otro modo, se vuelve uno el viejo que agita el puño contra las nubes. Debe reconocer que parte de una posición marginal y por lo tanto aceptar la llamada “carga de la prueba”.
En esta columna, quiero hacer precisamente eso: tomar algunas palabras, particularmente cargadas de moralina (como “libertad”, “nación”, “clasismo”, “trabajo”, “corrupción”, “izquierda” o “ideología”), discutir los usos que han recibido en la historia, suspender por un momento la pasión que despiertan y desmontarlas, como quien desmonta un reloj, para averiguar si no podemos darle a su mecanismo un uso mejor y así reactivar la pasión en un plano algo más consciente. Al defender para estas palabras acepciones algo distintas a las dominantes, busco defender algunas ideas sociales y políticas que, al menos por ahora, se saben y se asumen minoritarias y hasta marginales.
Así, más que proponer mi propia versión del lenguaje políticamente correcto, me conformo con sugerir un lenguaje más políticamente consciente.
El título de la columna encarna un juego de palabras: detrás del casi juego lingüístico de definir conceptos acecha siempre el desafío político de definirse uno mismo.