Palestina será libre

Columnas Plebeyas

Mientras tecleo en una tarde soleada de Oaxaca, Gaza está pasando por su peor noche de bombardeo en las últimas tres semanas. Esa minúscula franja de 40 kilómetros de largo —apenas la distancia de aquí a Ocotlán— por 10 de ancho alberga unos dos millones de personas… o los que permanecerán vivos. Entre esta frase y la anterior, seguramente ya murió alguien más. Uno de los lugares más densamente poblados de la tierra no lo es por elección propia, dado que un 70 por ciento de sus residentes son refugiados, expulsados de sus pueblos debido a la limpieza étnica realizada por Israel a partir de la fundación de su Estado, en 1948. La palabra en árabe de este proceso aún en curso es nakba (النكبة): desastre, catástrofe.

El problema, mientras me deslizo de un video a otro en redes, es que estas palabras se van quedando cada vez más cortas. Lo que estamos viendo desnuda y descaradamente frente a nuestros ojos no es —o no es sólo— una catástrofe. Es un exterminio, un aniquilamiento. Un genocidio, palabra lanzada a veces con demasiado descuido, pero aquí precisa, de un pueblo encarcelado y asediado al aire libre, sin suministro de comida, agua potable, electricidad y combustible, cuyas escuelas, hospitales y bloques residenciales son arrasados frente a sus ojos por un ejército de ocupación que también mata sin escrúpulos a periodistas y sus familias, personal médico, trabajadores de las Naciones Unidas y otros organismos internacionales, y personas en fuga hacia el sur de Gaza, siguiendo las mismas órdenes de las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI). Y ahora acaban de cortar, también, sus telecomunicaciones e internet para poder seguir cometiendo todos estos crímenes y otros tras una manta de anonimato.

En 1917, ansioso por romper el punto muerto de la Primera Guerra Mundial, el gobierno de Gran Bretaña emitió lo que llegaría a ser conocido como la Declaración Balfour, una manifestación de apoyo al establecimiento de un “hogar nacional” para el pueblo judío en Palestina. Sólo había un pequeño inconveniente: el territorio, que pronto pasaría a manos británicas al cabo de la guerra, ya estaba habitado por unos 700 mil palestinos. En las palabras concisas del escritor Arthur Koestler: “Una nación solemnemente prometió a una segunda nación el país de un tercero”. El asunto tenía al ministro de Relaciones Exteriores, Arthur Balfour (de ahí el nombre de la declaración), sin cuidado: según él, el sionismo, “tenga o no razón”, era mucho más importante que los “deseos y prejuicios” de unos cuantos árabes. El futuro primer ministro Winston Churchill era aún más franco: “no estoy de acuerdo”, afirmó, “que un perro en un pesebre tenga el derecho definitivo al pesebre, aunque se haya acostado ahí por mucho tiempo”.

Durante los tres cuartos de siglo posteriores a 1948, la nakba ha tomado la forma de una aplanadora: con el apoyo militar de Estados Unidos y Europa, y en contra de una serie de resoluciones del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas despreocupadamente pasadas por alto, Israel ha avanzado con armas y asentamientos hasta ocupar casi la totalidad de Palestina, a excepción de la hacinada estampilla de Gaza y un queso suizo de pueblos disgregados y acosados en Cisjordania. Para Estados Unidos, Israel es su apoderado en la región rica en recursos del Medio Oriente, siempre dispuesto a atacar y desestabilizar cualquier gobierno que se atreva a desafiar el dominio estadounidense o, peor, amenazar con unir el mundo árabe, como hacía Gamal Abdel Nasser, de Egipto, en la década de 1960 con un panarabismo laico y progresista. Y este apoyo se extiende más allá de los confines del Medio Oriente, hacia Sudáfrica en la época del apartheid, el entrenamiento de torturadores en el Chile de Pinochet, del ejército de la dictadura guatemalteca que masacraba a pueblos indígenas, y —para no ir más lejos— el apoyo abierto del primer ministro Benjamín Netanyahu al proyecto de muro de Donald Trump entre Estados Unidos y México. Mientras tanto, son empresas israelíes, con su harta experiencia patrullando la frontera con Gaza, las que hacen su agosto vendiendo equipos de vigilancia al gobierno estadounidense para que pueda detener con mayor facilidad a los migrantes en sus desamparadas travesías por el desierto de su frontera sur.

Y aquí estamos nuevamente, en un lugar conocido pero intensificado: Gaza asolada, Occidente cómplice, manifestaciones mundiales, noche tras noche cohetes y sirenas y muerte. Al basurero, décadas de frases socavadas y desacreditadas: “derecho internacional”, “orden mundial basado en reglas”, “solución de dos Estados”. Israel declara que esta vez sí va a eliminar a Hamás, aunque no pudo hacerlo la última vez que invadió Gaza, en 2014, y mucho menos a Hizbulá, cuando invadió Líbano en 2006. El Ejército israelí, que es tan envalentonado para irrumpir en mezquitas, aterrorizar a adolescentes y sacar a familias desarmadas de sus casas, resulta no serlo tanto en un campo de batalla. Y aunque lo hiciera, ¿cuántos nuevos Hamases surgirían de los escombros para reemplazarlo, nutridos de miles de nuevos huérfanos, viudos y viudas? No se puede someter a un pueblo con base en bombardeos, no se puede encarcelar a un pueblo y pedir que te lo agradezca.

Algo tiene que cambiar. Pero, mientras me deslizo de video en video, veo esa posibilidad más lejana que nunca.    

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