Allende, el golpe y la memoria

Columnas Plebeyas

Llegamos a Santiago un domingo por la mañana y no perdimos tiempo en dirigirnos al centro. Era un día felizmente despejado de octubre y las montañas al este ostentaban nieve en sus picos. Para nuestra sorpresa, descubrimos que la arteria principal (la Avenida Libertador Bernardo O’Higgins o, más sencillamente, “La Alameda”) estaba cerrada por un carnaval, permitiéndonos pasear libremente a pie hasta llegar a La Moneda. Las grandes alamedas. Era 2017 y todavía faltaban dos años para las protestas que habrían de convulsionar esta y otras de las calles de la ciudad; en lugar de eso, un grupo de tamborileros callejeros, conocidos como los chinchineros, recorrían un círculo grande dando vueltas a la vez, como planetas que rotan alrededor del sol mientras giran sobre su propio eje.

Tener en frente el edificio que sólo se ha visto en fotos y filmes es como sumergirse en un cuadro histórico: esperaba en cualquier momento ver a Salvador Allende emerger al balcón, su saco encima del suéter y un poco de polvo en los hombros todavía, para anunciar que el intento de golpe ha sido conjurado y que los últimos 44 (ahora, 50) años no han sido más que un sueño ilusorio de los Chicago boys. Me tendría que conformar, sin embargo, con la estatua del exmandatario que se encuentra al otro lado del palacio, cuya placa cita su último discurso radiofónico con respecto al futuro hombre libre y la sociedad mejor que construirá.

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Ubicado a un lado del Parque Quinta Normal, en el Barrio Yungay, el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos parece un enorme ataúd verde suspendido sobre su propia explanada. Adentro, sus tres niveles ofrecen un sombrío y exhaustivamente documentado recorrido por un país sometido al son de mil 132 centros de detención extendidos a lo largo de un territorio de por sí descomunalmente largo. Un catre de metal en una sala dedicada a la tortura recuerda la “parrilla”, práctica en la que el detenido, atado al mueble, sufría descargas eléctricas en las partes más sensibles de su cuerpo (también se empleaba una suerte de litera para que el torturado, además de aguantar su propio suplicio, presenciara desde abajo el de un familiar o amigo). Otra sala mostraba las cartas de familiares a los detenidos y los diarios de los niños cuyos padres habían sido secuestrados. En el tercer piso estaban expuestas “las arpilleras”, lienzos con escenas sociales bordados por mujeres que, inspirándose en la técnica desarrollada por la multifacética artista Violeta Parra, expresaban su protesta mediante agujas, estopa y lana. 

En medio de esta combinación de documentos y videos, objetos y testimonios que se extienden hasta el plebiscito de 1988, parecería que no faltara nada. Pero una cosa brillaba por su ausencia en la exposición permanente: cualquier mención del papel de los Estados Unidos en provocar y financiar el golpe. De la misma forma, en el Museo Histórico Nacional, situado en la Plaza de Armas, la caída de Allende se achacaba a “una inflación desbocada a causa de los desequilibrios en las cuentas externas y la política monetaria, la baja producción agrícola y la escasez de productos de todo tipo, agraviados por el mercado negro y el acaparamiento”. Las maquinaciones del presidente Richard Nixon y su titular del Departamento de Estado, Henry Kissinger, la Agencia Central de Inteligencia (CIA) y la empresa ITT habían sido nítidamente borradas de la historia. Incluso, ese día, la vitrina que albergaba la mitad de los lentes de Allende lucía vacía.

A raíz de una donación de documentos desclasificados del gobierno estadounidense, el Museo de la Memoria había organizado la exposición temporal Secretos de Estado, que trataba el tema de la injerencia norteamericana frontalmente por primera vez. Según afirmó el director del museo, Francisco Estévez, la muestra representaba “una victoria en la lucha contra ‘el negacionismo’, la tentativa de negar y relativizar lo que pasó durante la dictadura”. Ojalá que haya sido la primera de muchas: que el perpetrador de un crimen borre sus huellas —los libros de texto de mis escuelas dedicaban páginas al escándalo del Watergate, pero ni un renglón a los acontecimientos contemporáneos en Chile y el resto de América Latina— es vil pero lógico; que la víctima también las borre, casi medio siglo después, es un mal más difícil de desarraigar. 

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El año 1973 fue el punto culminante del estado de bienestar de la posguerra. Auxiliada por las crisis del petróleo, la oligarquía mundial realizó un feroz contraataque que habría de adquirir el nombre de “neoliberalismo”. El golpe contra Allende fue el punto de lanza; Chile, el laboratorio. De allí, por las viciosas mancuernas de prensa y pistola, think tanks y terror, se irradiaría hacia fuera. Hacia adelante quedaban la economía de la oferta, las desregulaciones y las privatizaciones, los Reagan y Bush, Salinas y Zedillo, la desindustrialización y la especulación, las quiebras y los rescates, el outsourcing, las maquiladoras, la globalización, la doctrina del shock y una espeluznante desigualdad en la que el 1% de la población es dueño de 50% de la riqueza del planeta. Y como metaforiza El conde, la película de Pablo Larraín, después de tantas décadas el vampiro de Pinochet sigue chupando la sangre de la gente junto con su madre y amada defensora Margaret Thatcher. Todos habitamos las ruinas de La Moneda.

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Nuestra última parada en Chile fue el Cementerio General. Es un panteón enorme —86 hectáreas, uno de los más grandes de América Latina— y fue declarado monumento histórico en 2010: una verdadera ciudad de los muertos. Aquí está sepultado el cantautor Víctor Jara, que abogaba por el derecho de vivir en paz y por ello perdió las manos y luego la vida. Aquí está Orlando Letelier, ministro de Defensa de la Unidad Popular que fue asesinado por la gente de Pinochet en Washington en 1976. Y aquí también, claro, están Allende y su esposa, Hortensia Bussi. Encontramos la tumba y tomé las fotos de rigor. Luego, al dar la vuelta para salir, descubrimos algo singular: un mausoleo en forma de pirámide mesoamericana con una estatua de la diosa Coatlicue en su techo. Un eclecticismo funerario decimonónico de notable factura. Luego vi hacia dónde miraba la diosa: directamente a la tumba del expresidente, velándola desde arriba.

México presente.

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