Se buscan lectores con tiempo libre

Columnas Plebeyas

El gran truco del neoliberalismo es el de convertir injusticias estructurales en culpas personales. Así hace con las finanzas, insistiendo en que si no te has convertido en el siguiente Carlos Slim es por falta de ganas, un hambre insuficiente de superación. Así hace con el cambio climático, como si con tan sólo tomar una ducha caliente menos pudieras deshacer las emisiones de las cien corporaciones más grandes del mundo, junto al Pentágono. Y así hace, también, con el tema de la lectura.

LOS MEXICANOS SÓLO LEEN 1.3 LIBROS AL AÑO, chillan los encabezados. O 2.5, o 3.4: el número que sea de momento siempre va a ser MUCHO MENOR que el de la lectura en Europa. La inferencia es manifiestamente clara: si el país no es tan culto o desarrollado como el viejo continente es porque usted no hizo su parte por subir el promedio nacional. Ahí estuvo el libro en la mesa de centro pero prefirió ver el partido en la tele o —enojando de paso a Ricardo Anaya— salir por otra caguama. No intente disimular: lo vimos todos.

Además de la pregunta básica “¿de qué libros estamos hablando?” (si leo un montón de manuales sobre cómo jugar ping-pong, ¿sube el promedio de la misma manera que si reviso la obra completa de Tolstoi?), ausente en este ritual de humillación anual, hay una serie de factores que podrían entorpecer el sermón de los escandalizados.

México es el país miembro de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) que más horas trabaja: 2,128 al año, un 36% más que los buenos lectores de Dinamarca. Si trabaja 48 horas por semana, sin siquiera un fin de semana completo —como permite la actual Ley Federal del Trabajo—, o más, como lo hacen tantos, no es tan fácil encontrar el tiempo para adentrarse en Guerra y paz, en caso, además, de que se dispusiera de un día o dos de salario para comprarlo. Sumemos a eso las horas de trayecto diario que tantos recorren a, de o entre trabajos y el panorama se complica aún más. Todas estas cosas son obviedades. Pero son obviedades demasiado a menudo divorciadas del debate sobre la lectura en México.

Compliquemos el panorama un poco más. Sin poder contar con una red nacional de bibliotecas, en México el contacto con los libros suele estar estructurado por las ferias del libro: fenómeno que ata la lectura a la compra, en lugar de proporcionar un espacio no mercantil de acercamiento. Y dado que las grandes ferias se han vuelto el botín de intereses así de grandes, el acceso a tales eventos es estrictamente limitado a los que pueden cubrir el costo excesivo de los stands. Además de aumentar los precios de los libros, estos eventos dejan afuera proyectos que podrían tener una oferta nueva e interesante y despejan el campo en favor de los nombres establecidos que venden más o menos lo mismo de siempre. Barreras de entrada, se llama en la economía. Barreras, también, a la lectura.

Hay más: un sistema educativo que prioriza la memorización y la repetición de datos en lugar de fomentar el acto de leer como fin en sí; la deprimente ineficacia de muchas Secretarías de Cultura; cierto tufo de elitismo en el mundo editorial, con su tendencia a crear circuitos cerrados en vez de buscar nuevos lectores, y el efecto embrutecedor de Televisa y TV Azteca, que durante décadas han secuestrado el espectro radioeléctrico para sus propósitos. Pero al final regresamos a lo mismo: para leer hace falta dinero que permita conseguir tu libro, además de tiempo para disfrutarlo.

Y mientras México siga siendo un país de tanta desigualdad, la lectura seguirá siendo un gusto minoritario, la potestad de personas que sentirán la eterna tentación de ver en sus acervos evidencia física de su superioridad moral. Recordemos: el hábito lector no ha liberado a Europa del racismo, del colonialismo, del fascismo ni de dos guerras mundiales.

Sí, estoy consciente de que no podemos andar por la vida usando las circunstancias como pretexto para no hacer algo. Y como escritor, y participante en un proyecto editorial, por supuesto que quiero que todo el mundo lea más. Pero también sé que el sentimiento de culpa es la peor manera de impulsar a alguien a actuar: por eficaz que parezca a corto plazo, sus estragos a la larga son devastadores. Quiero que el nuevo lector de un libro mío o de cualquier otro llegue a ellos porque quiere, porque no puede no hacerlo, porque hay algo vital en sus páginas con lo que le urge entrar en contacto. Y que, aunque se maltrate o incluso se pierda, lo atesore el resto de su vida.                     


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