Una voz en el viento

Columnas Plebeyas

Y me encontré ahí, con las manos cubiertas de tierra arenosa, de hojas de encina podridas, de lodo. 

A veces sentimos la necesidad de ir a buscar nuestras raíces. Y la única cosa que tenemos que hacer es excavar, excavar y seguir excavando. 

Y sí, cuando cavamos un hoyo, lo más seguro es que nos ensuciaremos de tierra. Pero el filósofo barbudo recomendaba que hay que buscar adentro, excavar a fondo, seguir excavando, porque adentro está la fuente del bien. 

Nada más que aquí no hay raíces, es pura tierra arenosa. De repente, mis dedos encuentran una superficie sólida que resiste al trabajo de las uñas. Con dificultad logran sacar un objeto cubierto de tierra ocre. Mis manos intentan limpiarlo. Con calma, no hay prisa, en este bosque estoy solo yo. ¿Es posible estar solo en algún lugar?

Hincado, las rodillas en el suelo, hundidas en el lodo, la espalda encorvada hacia abajo, mientras intento quitar la tierra mojada, me viene a la mente una historia apache que escuché una vez, mientras caminaba en el desierto de Durango. La transportaba el viento. 

La historia habla de un nacimiento, cuando en el mundo no había más que Oscuridad, Agua y Tempestad. 

No había nada, sólo Tierra, nuestra Madre, y Cielo, nuestro Padre. No había seres vivos, sólo poderes con forma de espíritus, que se conocen como hactcin. Fueron ellos los que crearon todas las cosas, crearon la Tierra, nuestra Madre, y el Cielo, nuestro Padre, además del mundo subterráneo. 

Y es en el mundo subterráneo donde empezó la emersión. 

Era un mundo inmerso en la oscuridad, donde todo era espiritual y sagrado. Ahí, cuatro seres sagrados, Hactcin Blanco, Hactcin Negro, Joven Sagrado y Joven Rojo, empezaron a juntar arena de cuatro colores. También recolectaron el polen de todos los árboles y empezaron a mezclar la arena para hacer cuatro montículos de tierra. Luego los cuatro seres sagrados agarraron un tazón lleno de agua para que crecieran los montículos de arena. Entonces empezaron a cantar y sus cantos duraron mucho tiempo, hasta que los montículos de tierra crecieron, provocando un fuerte ruido, y se unieron entre sí, generando una montaña. 

En la montaña empezaron a crecer álamos blancos, unos arroyos empezaron a atravesarla, en sus laderas comenzaron a crecer frutos de todo tipo, todo tipo de bayas. Los cuatro seres sagrados no pararon el canto y la montaña siguió creciendo. 

Esto sucedió cuatro veces, hasta que la montaña quedó de la misma altura. Luego los cuatro seres sagrados remontaron la montaña y se dieron cuenta de que la cima estaba todavía muy lejos del cielo y de la abertura a través de la cual se podía ver el mundo más allá. Entonces se reunieron en consejo para decidir qué hacer.

Lo que decidieron fue enviar al Sol a Mosca y Araña. Mosca y Araña tejieron una telaraña y se subieron en ella. Es por eso que, en los meses de febrero y marzo, cuando el invierno termina y el clima vuelve a ser templado, regresan las moscas. Ellas llegan hasta los rayos del Sol, a esa antigua telaraña. Cuando vuelve el rayo del Sol, también vuelve la mosca. Así que Mosca y Araña subieron al astro y agarraron cuatro rayos de diferentes colores y comenzaron a jalarlos como si fueran cuerdas. Los jalaron hasta llegar a la cima de la montaña. Con esos rayos los cuatro seres sagrados hicieron una escalera de muchos escalones. Primer Hombre la subió, seguido de Primera Mujer, quienes fueron los primeros en emerger del inframundo.

Emergimos en la Tierra como pequeños seres nacidos de la madre y el lugar de la aparición es el vientre de la Tierra.

Esto me contó esa voz aquel día en el desierto de Durango, pero se fue con el viento.

Volvió a mi mente mientras mis manos intentaban limpiar el objeto que había encontrado excavando. Poco a poco fui quitando la tierra arenosa, como intentando abrir un regalo, pero cuando logré quitarla toda no me quedó nada entre los dedos.

(Si me preguntan a mí, no sé nada de excavaciones, ni de tierra arenosa, pero prefiero no olvidar a mi Madre Tierra y a mi Padre Cielo).

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