Abolir

Columnas Plebeyas

La palabra abolición designa una decisión jurídica que le quita vigencia a una ley y, por lo tanto, modifica la realidad en la medida en que ésta dependía de la protección de la ley abolida. Por ejemplo, para dominar una sociedad, la esclavitud necesitaba de leyes que consagraran el derecho de ciertos seres humanos a poseer otros seres humanos. Por eso, abolir ese derecho fue una medida revolucionaria que modificó la realidad. Lo mismo ocurrió en México con el derecho a la propiedad privada de la industria petrolera.

Pero el profe de civismo que todos llevamos dentro nos tienta a concebir el mundo como algo que depende de un plan formal y explícito, y a creer que modificar ese plan es modificar el mundo. Como si nuestros códigos constitucionales fueran algo así como las leyes de la naturaleza. A veces usamos el verbo abolir, tomado del lenguaje jurídico, para denotar cualquier forma de dejar atrás una práctica social. La mentalidad legalista formal ha desbordado su propio ámbito para permear el pensamiento crítico, incluso el que se supone revolucionario. En las redes sociales, la inteligencia popular se burló de este abuso poniendo la muletilla “urge legislar” al final de cualquier queja.

La injusticia social, la pobreza, la superstición y la ignorancia son realidades generalizadas en todos los países, pero en ninguno encontraremos una ley que las codifique. Lo que hace falta para dejar atrás esas realidades no es un mero acto jurídico. No se pueden “abolir”.  Lo mismo ocurre con la familia, la religión, la misoginia, etcétera: no se pueden abolir ni prohibir (pues también prohibir es una decisión normativa). También existen instituciones, como las fuerzas armadas y las cárceles, cuya existencia suele estar codificada en la ley, pero que no depende de esa codificación: no es la protección de las leyes lo que les da vigencia a las fuerzas armadas, es la protección de las fuerzas armadas lo que les da vigencia a las leyes. Así que tampoco las fuerzas armadas pueden desaparecer mediante un mero acto jurídico, no se pueden “abolir”. Se pueden abolir ciertas prácticas policiacas y carcelarias, pero no la policía ni las cárceles mismas. Su existencia depende de la realidad social, no de la ley. 

Eso no significa que la injusticia social, la pobreza, la familia, las cárceles o las fuerzas armadas sean eternas ni intocables. Sólo significa que abolir no es el verbo correcto para designar el modo en que se puede acabar con ellas. Los idiomas modernos son muy ricos y precisos, y no tenemos por qué conformarnos con verbos inexactos. Una enfermedad no se abole ni se prohíbe, se previene, se cura y se erradica. Una pared de ladrillo no se prohíbe ni se abole, se demuele. Un ejército enemigo no se abole, se derrota. Propongo, pues, los siguientes verbos para acabar con las correspondientes realidades sociales: hay que derrotar y desarmar a las fuerzas armadas capitalistas. Sólo un Estado totalmente nuevo, surgido de la mayoría trabajadora, podrá abolir (¡ahí sí!) las leyes que protegen la propiedad privada. Un inmenso esfuerzo productivo, erigido sobre nuevas relaciones de propiedad, permitirá superar la pobreza, la injusticia social, la superstición, etcétera. Y entonces las nuevas fuerzas armadas perderán su razón de ser y empezarán a disolverse. Sólo así podremos prescindir para siempre de verbos como abolir.

Los actos jurídicos, entre ellos la abolición, tienen su lugar en la historia e incluso en las revoluciones, pero ni la historia ni las revoluciones son meros actos jurídicos.

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