La soberanía sin soberano

Columnas Plebeyas

Como muchas de las palabras que pronunciamos, también “soberanía” viene del latín. Más precisamente de “soberano”, en latín superanus, o sea el que está por encima de los demás, es decir, alguien que tiene autoridad por encima de los demás, de todos.

Sería interesante establecer los parámetros a través de los cuales, a lo largo de la historia de la humanidad, se atribuye o reconoce autoridad a los soberanos. A veces es la comunidad, otras una elite, en algunos casos un parlamento, en otros un consistorio de cardenales, otras veces (cada vez menos, pero no hay que bajar la guardia) el mismísimo Dios.

Me ha parecido siempre fascinante la definición que de soberano da el politólogo alemán Carl Schmitt, para el cual “soberano es quien decide sobre el estado de excepción”. Esta definición le ha gustado tanto a intelectuales y filósofos críticos de medio mundo que se encuentra en cualquier libro de filosofía política, empezando por el de Giorgio Agamben sobre el “Estado de excepción”. Y sí, tiene sentido que el soberano sea el que está por encima de la misma ley, el que gobierna el caos, que decide lo indecidible con las reglas del juego ordinarias. Es el extra-ordinario por antonomasia.

Pero después de tanta seriedad, rigor y disciplina académica, me siento más con ganas de salirme de estas reglas y jugar con el concepto de soberanía, contándoles una historia.

Me dijo un viejo amigo que había conocido una vez un soberano sin reino y sin pueblo, sin territorio ni ejército, que soñaba con construir muros y fronteras para rascar por aquí y por allá pedacitos de territorio.

No podía soportar la idea de no tener un reino, unos súbditos, un aparato militar y de espionajes sobre el cual ejercer su poder de decidir del estado de excepción. Había leído a Schmitt, había devorado a Agamben, y lo único que necesitaba era un poco de soberanía. Así empezó a emanar leyes y proclamas, una de las expresiones más tangibles de la soberanía de una nación, para que no se quedara impreparado el día de su consagración. Como ésta tardaba en llegar, no desperdició más tiempo y empezó a inventar un idioma, una identidad nacional, una religión de estado y por supuesto un sistema de correos. Conforme pasaba el tiempo su reino se iba transformando en una monarquía constitucional, luego parlamentaria y luego, después de guerras intestinas con la oposición beligerante, en un imperio despiadado. Como jefe de las fuerzas armadas de su imperio, el emperador consideró que se hacía indispensable una campaña militar colonialista y decidió apropiarse de una parcela de veinte metros cuadrados en un bosque del Congo, sin que nadie lo notara; un cachito de desierto de Gobi a escondidas de sus legítimos propietarios; una fracción de cemento en la periferia de Johannesburg, en una noche sin luna; y una cancha de fútbol abandonada en una favela de Río de Janeiro durante el delirio del Carnaval.

Entusiasmado por su intrepidez, cegado por su deseo de conquista, olvidó involucrar a su pueblo imaginario, que organizó una revuelta y lo destituyó.

Fin.

(Quien decidirá sobre el estado de excepción de esta loca columna es el auténtico soberano).

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