En marzo de 2019 se dio un hecho revelador. Un periodista, Ricardo Sevilla, denunció públicamente y probó que dos personajes de cierto cacicazgo cultural mexicano, Fernando García Ramírez y Enrique Krauze, habían organizado una campaña propagandística contra Andrés Manuel López Obrador en 2018, llamada Operación Berlín.
No se trataba de una crítica legítima. Las voces públicas tienen todo el derecho del mundo de criticar, oponerse e incluso lanzar dicterios fortísimos a los políticos con quienes discrepen; siempre y cuando lo hagan sin inventar mentiras y se responsabilicen, ideológicamente, de lo que dicen.
La Operación Berlín era lo contrario: una campaña deliberada de golpes bajos que, desde el anonimato, incluía calumnias deliberadas, asociaciones forzadas propias del macartismo y excrecencias virtuales de las redes contemporáneas: memes, videos, ciberporros apócrifos y demás bajezas que nada tienen que ver con la democracia.
La condena a esas prácticas debió ser unánime. Sin importar cuánto se desprecie a un candidato o un político, nada justifica que se le inventen falsedades con tal de contenerlo. No es un tema de santurronería sino de supervivencia democrática: aquel que rompe los límites de la ética abre la puerta a una disputa donde, si todo se vale, entonces nadie está a salvo.
Pues bien, la cargada ideológica fue monolítica. Los adversarios de AMLO, solapando bajezas, decidieron victimizar a Krauze y García Ramírez, quienes así se convirtieron en unos de los primeros personajes del sexenio a quienes se les pasaron por alto sus iniquidades por un mero capricho sectario. Ese hecho debió dejarnos en claro una actitud que se ha convertido en regla: si se trata de López Obrador, no importa si alguien dice o hace contra él algo turbio, el odio parece justificarlo todo.
Una caída similar vendría en febrero de 2022, cuando la cargada amlofóbica gestó un grito de guerra: “¡Todos somos Carlos Loret!”. En el olvido, o peor, en la indiferencia, queda el currículo oscuro de ese porro mediático: inventar explosiones en Medio Oriente en 2003; hacer una entrevista a modo con Javier Duarte en 2016; crear a Frida Sofía en 2017 y, peor, coludirse con el hampón Genaro García Luna para un montaje en 2005. Que su deshonestidad sea regla y no excepción poco importa: mientras sea un golpeador mediático contra el presidente que odiamos, defenderemos hasta la ignominia su derecho a engañar.
Bajo esas premisas es que deben leerse las dos últimas perlas de la vulgata mercenaria disfrazada de periodismo. El señor Héctor de Mauleón recientemente mintió a sus lectores al dar por buenos dos cables burdamente falsos de la embajada estadunidense en México, que involucraban a un político con el crimen organizado. Luego de que el embajador Ken Salazar desmintiera el hecho, De Mauleón se vio obligado a disculparse por mentiroso.
Poco después, Peniley Ramírez, en una especie de arrebato protagónico, publicó una lamentable columna donde no dijo nada nuevo mientras exponía el involucramiento de militares en el caso Ayotzinapa, cosa que Alejandro Encinas hizo pública un mes antes con cautela para no entorpecer una investigación judicial en curso; una precaución que Ramírez no tuvo.
Más allá de si se disculpan o no, las bajezas de estos escribidores generan una reacción incomprensible: no se les cuestiona su falta de profesionalismo y se les apapacha, acaso porque brindan pólvora a un discurso opositor ávido de añagazas ante su carencia de ideas. Nada nuevo bajo el sol. Desde marzo de 2019 un hecho queda claro: el activismo opositor, disfrazado de “análisis político”, no tiene ni tendrá ningún límite para atacar a su odiado némesis tabasqueño. Acaso porque la consigna que los mueve no es periodística ni intelectual, ni ética, sino panfletaria: en la guerra, en el amor y en la política todo se vale y nada sobra a la hora de atacar al adversario. Si esa va a ser su medida, que se vayan con los asesores de Felipe Calderón, expertos en libelos y propaganda sucia, pero que dejen de presentarse como periodistas o intelectuales. Así su labor sería igual de deleznable, pero al menos sería menos hipócrita.