Si el día de hoy no existe consenso en torno a la reforma judicial no es porque no sean evidentes los errores y las falencias del sistema de justicia sino porque el poder judicial se convirtió en el refugio de la vieja clase política, dispuesta a todo con tal de defender sus privilegios. En esa afirmación se fundan las acusaciones que se dirigen en contra de la presidenta de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN): Piña es Peña.
Por diseño, los periodos de los ministros de la Suprema Corte son distintos a los de los representantes populares. En el papel esto servía para garantizar la autonomía del poder judicial, pero en la práctica ha sido un mecanismo efectivo que garantiza la impunidad transexenal.
No es secreto para nadie que la carrera de Norma Piña creció a la sombra del grupo Atlacomulco ni que fue el propio consejero jurídico de presidencia quien cabildeó para asegurar su nombramiento. El de ella, pues, no es el primer caso ni tampoco el único en el que son las negociaciones tras bambalinas el elemento clave para entender las designaciones.
Uno de los pilares de la democracia es la independencia de poderes. Pero si la designación depende de otro poder la autonomía no es real. En los sexenios de Vicente Fox y Felipe Calderón los panistas eligieron personajes afines a ellos, como Eduardo Medina Mora. Lo mismo sucedió en el sexenio de Enrique Peña Nieto con Norma Piña. Por supuesto, en esas condiciones queda en entredicho la imparcialidad de los juzgadores y, lo que es aún más grave, la igualdad ante la ley.
Aunque nunca se encontrará escrito en un manual, en las aulas circulaba la idea de que en México domina el derecho de las tres “p”, es decir que la ley sólo se aplica a los pobres, a las prostitutas y a los pendejos. Quien no encajaba en esta descripción podía aspirar a permanecer impune.
Cuando Walter Benjamin escribe que “la tradición del oprimido nos enseña que el ‘estado de emergencia’ en que vivimos no es la excepción, sino la regla”, es consciente de este ejercicio asimétrico. Por supuesto, quien opera la ley tiene la capacidad de manipularla arbitrariamente, a fin de atender intereses particulares.
El fetichismo de “la ley es la ley” ha sido una estrategia recurrente para evitar cambios sociales y es el fundamento con el que opera el llamado lawfare, o la judicialización de las disputas políticas.
Tras el nombramiento de Norma Piña como titular del máximo tribunal del país se ha agudizado la parcialidad de los juzgadores y, en consecuencia, cada vez son más evidentes sus afiliaciones políticas. Están dejando en claro que la división de poderes ha sido por muchos años una mera ilusión.
La Suprema Corte se ha mostrado sumamente severa al señalar la inconstitucionalidad de una ley que busca hacer valer la constitución, como hace la que estipula que ningún servidor público gane más que el presidente. En cambio, la SCJN ha preferido mantener en un conveniente limbo legal los múltiples amparos que permiten esta violación. No debe extrañarnos que los jueces defiendan los intereses de su grupo, porque en este país siempre lo han hecho, sólo que esta vez lo hacen de manera más burda.
Lo grave de este atrincheramiento de la oposición en el poder judicial es que sólo se trata del preámbulo de lo que nos espera —y de lo que ya hemos sido testigos en otros países latinoamericanos—: una guerra legal contra un gobierno popular. Pretenden ganar en los tribunales lo que no pueden en las urnas.
Un estado de excepción no es otra cosa que la suspensión de derechos para implementar el uso draconiano de las leyes. Hoy la Suprema Corte, al tratar de erigirse como un poder que se impone sobre el ejecutivo y el legislativo, ya ha suspendido el derecho democrático que tiene todo pueblo a determinar su forma de gobierno. En cada una de sus sesiones somos testigos de juicios sumarios en donde la acusación es la prueba y la sentencia.
Que Norma Piña no se pusiera de pie frente al presidente es un hecho meramente anecdótico. Su confrontación responde a intereses de grupo que han convertido a la ley en su rehén. Por eso lo realmente preocupante es que con ella al frente presenciamos la involución que ha sufrido el poder judicial en términos de derechos. El descongelamiento de las cuentas de la esposa de Genaro García Luna —y otras muchas decisiones tomadas en los últimos meses— no es otra cosa que defender privilegios de grupo sacrificando el derecho de sus víctimas a la justicia.