En el contexto del cambio de administración a partir de octubre próximo, este artículo intentará plasmar los avances y pendientes en materia de derechos humanos en el país, y, sobre todo, los desafíos que la siguiente administración afrontará a fin de que el Estado mexicano garantice efectivamente la máxima protección a todas y todos los mexicanos y extranjeros en territorio nacional.
Los derechos humanos y sus mecanismos protectores han sido parte inherente en los distintitos procesos políticos en nuestro país, desde la primera Procuraduría de los Pobres de San Luis Potosí en 1857, hasta la reforma constitucional de 2011, que homologó la terminología en materia de DD.HH. con instrumentos y tratados internacionales. Sumado a lo anterior, el Estado mexicano ha sido uno de los más activos en la promoción y defensa de los DD.HH. ante instancias y mecanismos internacionales en la materia, través de la firma y ratificación de 210 tratados internacionales y regionales que reconocen los derechos humanos en 21 temáticas distintas.
Sin embargo, ni la creación de mecanismos de DD.HH., ni tampoco el compromiso de México en el plano internacional entre 1948 y 2014 ha sido para garantizar a cabalidad la protección de personas ante violaciones de derechos humanos por parte del Estado, fuese por acción u omisión. Baste mencionar las masacres de Tlatelolco (1968), Halconazo (1971); Aguas Blancas (1995); Acteal (1997); San Fernando (2010 y 2011); Durango (2011); Allende (2011); Tlatlaya (2014); y Ayotzinapa (2014); o los desafortunados sucesos ocurridos en contra de mujeres en el caso conocido como Campo Algodonero (1993-2001) y Atenco (2006), o más recientemente la muerte de personas migrantes en la estación migratoria de Ciudad Juárez (2023).
A partir de 2018, hubo una apuesta para revertir patrones que atentaban contra la dignidad de las personas y sus derechos mediante la instrumentación de políticas y narrativas específicas, como un Programa Nacional de Derechos Humanos y el fortalecimiento a mecanismos de protección encabezados por la Subsecretaría de Derechos Humanos, Población y Migración de la Secretaría de Gobernación.
Aunado a lo anterior, la presente administración asumió el reto de reducir la desigualdad social mediante programas de apoyo directo—y no mediante intermediaciones—yendo a contracorriente de políticas económicas ortodoxas que parecían perpetuarla. Como resultado, el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval) encontró que, entre 2020 y 2022, más de 8.9 millones de personas dejaron su situación de pobreza, incluyendo a 1.7 millones de mexicanas y mexicanos que se encontraban en situación de pobreza extrema.
Sin menoscabo de los avances significativos, continúan prevaleciendo retos puntuales. Por ejemplo, la delincuencia organizada sigue operando enormes redes de tráfico que atentan contra la dignidad de miles de personas en situación de movilidad; asimismo, cada 28 horas se comete un feminicidio, y, no menos significativo, la violencia familiar se ha exacerbado en los últimos diez años, principalmente contra niñas y mujeres. Por eso, con ojos críticos, es importante vislumbrar los esfuerzos, contrastarlos con los resultados y perfeccionarlos para las administraciones subsecuentes.
A escasos meses de que esta administración concluya sus trabajos, se ha evidenciado el fortalecimiento de mecanismos para garantizar derechos de primera y segunda generaciones, es decir, civiles, políticos, económicos, sociales y culturales; ahora, la siguiente administración, deberá continuar construyendo y reconstruyendo otros mecanismos para continuar garantizando la aplicabilidad erga omnes de tales derechos, pero también tendrá que desarrollar un sistema que vincule los derechos de primera y segunda generaciones con los de tercera generación, también conocidos como derechos de solidaridad.
En efecto, la próxima administración tendrá la tarea de sentar bases para garantizar, entre otras cosas, un medio ambiente sano y ecológicamente equilibrado de cara a un continuo crecimiento de las inversiones por el fenómeno de nearshoring; una justicia efectiva—y restaurativa—no sólo para quienes pueden tener acceso a ella, sino, y sobre todo, para personas en condición de pobreza; el derecho a la paz y a la seguridad, especialmente en comunidades marginadas o alejadas de centros urbanos; así como el derecho a la información y a la comunicación a fin de que toda la ciudadanía sea el principal contrapeso de los poderes públicos y no sólo la otrora llamada “clase política” anquilosada que voltea a ver sus intereses grupales y no los de la gente.
Lo anterior, que no es poca cosa, se tendrá que generar de la mano de sectores clave del país, incluyendo a organizaciones comprometidas con el combate a la desigualdad social como uno de los problemas de raíz que vulnera los derechos de las y los mexicanos, pero también con organizaciones de DD.HH. que generen contrapesos efectivos y no equilibrios simulados. Pero, sobre esto, hablaremos en el siguiente artículo.