Hace unos días estaba yo disfrutando de las radiaciones del Sol, sudando abundantemente debajo de mi sombrero de paja. Las calles asaban las suelas de mis zapatos y en lugar de sombra de árboles me deleitaba mirando los juegos de sombras de miles de lonas con caras y nombres de gente que promete y no mantiene. Mis pies dejaban huellas de goma, estelas de hule, babas de mis pasos. El Sol, Tonatiuh, me miraba a mí. Potente en las alturas, despreocupado de nuestras miserias, forzaba mi andar, desviaba mi mirada, aplastaba mis anhelos.
Esa manifestación de potencia me hizo sentir como siempre imaginé que se sentiría la minúscula arañita roja de los muros frente a mi gigantesco dedo de niño a punto de aplastarla, que luego supe que ni de araña se trata y que su nombre científico es balaustium murorum. Aplasté a miles, quizás millones, en mi infancia soleada. Dejaban una huella roja, que imaginaba yo de sangre; quizás sí de eso se trataba.
Lo que sé es que yo, niño, frente a esos animalitos minúsculos, me sentía como hoy pienso que se siente el Sol/Tonatiuh. Y yo, frente al Sol/Tonatiuh, me siento seguramente como esos bichitos rojos. La cosa es que mientras las gotas de mi sudor alcanzaban rociar inútilmente el asfalto, se me ocurrió una historia que había escuchado hace muchos lustros en una habitación cálida y sombría en casa de un camellero en la feria de Púshkar, que en hindi significa flor de loto azul. La historia hablaba de una fiera, que aquí, en uno de los idiomas de donde yo vivo y que no se enseña en las escuelas, se llama tecuani.
Una fiera/tecuani que un día, por imprudencia, cayó en un hoyo. Llegaron hombres, mujeres, y vieron que la fuerte fiera/tecuani estaba en dificultad, que el poderoso animal por fin estaba en situación de desventaja. Entonces, como suelen hacer los cobardes, aprovecharon para lanzarle piedras, golpearla con palos de madera. La fiera/tecuani recibió los golpes y estuvo a punto de morir. Pero no todos los hombres y las mujeres eran infames cobardes. Algunos pensaron que ese animal a punto de morir, herido, no merecía ser humillado de esa forma, porque nadie tiene que ser tratado así. Compasivos, le lanzaron pedazos de pan, unos restos de pollo, sabiendo bien que su gesto no serviría para salvarle la vida, pero que tal vez le ayudaría a enfrentar la muerte. Llegó la noche, los hombres y las mujeres cobardes, tranquilos, volvieron a sus casas, seguros de que al día siguiente festejarían la derrota del animal.
Sin embargo la feria/tecuani, en cuanto recuperó un poco de sus fuerzas, con un salto prodigioso logró salir del hoyo y rápidamente volvió a su cubil, en la oscuridad de la selva, lejos de los rayos del Sol/Tonatiuh. Pasados unos pocos días, se precipitó fuera, masacró a las ovejas, las vacas, las mulas del pueblo, y de paso mató e hizo pedazos a los hombres y mujeres cobardes que la habían lastimado cuando estaba en dificultad, con ímpetu rabioso.
Los que habían sido clementes y piadosos, al ver el desastre, se resignaron a la tragedia inminente y se despidieron de la vida. Pero la fiera/tecuani ni los tocó. Llegó cerca de sus oídos y con voz profunda les dijo: Yo me acuerdo de aquellos que me atacaron cuando estaba en dificultad, y también de aquellos que me ofrecieron el pan. Dejen de preocuparse, porque seré enemiga sólo de aquellos que me hicieron el mal. Y así como apareció, se fue.
—El pueblo tiene la fuerza de la fiera/tecuani. Y su nobleza —me dijo el camellero aquella tarde. O quizás no, quizás lo dije yo.
(Si me preguntan a mí, no sé nada de fieras/tecuani, todavía menos de cobardes, porque me dan asco y huelen a su infamia, pero algo sé de ofrecerle comida a quien sea que tenga hambre).