2024 y la renovación del pacto político

Columnas Plebeyas

La naturaleza de la democracia representativa nos plantea varios enigmas. En un nivel muy superficial, podría parecer que lo fundamental de esta forma de gobierno es que permite asignar cargos públicos mediante el voto ciudadano. Sin embargo, y sin negar esta importante dimensión, hay que entender que los procesos electorales son momentos de deliberación social, contraste de proyectos y formación de pactos con amplias consecuencias sociales. 

Este aspecto, si se quiere, más sociológico de la democracia representativa es a menudo invisibilizado por sus propios procedimientos. Pongo un ejemplo: aunque el voto es un derecho individual inalienable, los resultados electorales no son la simple acumulación de preferencias personales. Un ciudadano que acude a votar lo hace como parte de diversos grupos que condicionan —a veces de forma contradictoria— su preferencia electoral. Votamos como hombres, como mujeres, como trabajadores, como habitantes de una determinada región geográfica y como parte de cierto sector socioeconómico. El voto, aunque es un atributo individual, es expresión de una compleja red de relaciones y vínculos que nos hacen parte de una sociedad que se moviliza en torno a una elección.

En la joven historia de la democracia representativa, el surgimiento de las encuestas debe verse como un intento de hacer visible e inteligible esta compleja trama de relaciones. En efecto, esta tecnología política nació con la promesa de hacer presente aquello que está sintetizado en un resultado electoral. Si bien las encuestas son instrumentos que ayudan a identificar preferencias y estados de ánimo colectivos, es posible que hayamos depositado demasiadas expectativas en su fundamento científico y estadístico. Después de todo, son parte de la propia realidad que intentan retratar, y pensar que pueden situarse en un más allá neutro y objetivo es producto de una pobre metafísica. 

Entender a la democracia representativa como motor de un complejo proceso social tiene importantes consecuencias para la práctica política. Podemos considerar que un resultado electoral sintetiza un acuerdo político, contingente, parcial y momentáneo, sobre el rumbo que una comunidad decide tomar. Por su propia naturaleza, este acuerdo no puede tener como base la preferencia individual, sino que debe establecer las pautas de una convivencia social entre los diferentes grupos en los que participamos. La parte más profunda y significativa de un proceso electoral debe ser proponer cuáles podrían ser estas pautas de convivencia.  

Con las elecciones de 2024 en el horizonte próximo debemos tener claridad sobre lo que está en juego. Se trata de renovar el pacto político que el resultado electoral de 2018 validó, incorporando nuevas demandas y articulando a diversos actores y sectores sociales que pese a su diversidad coinciden y convergen en un proyecto de nación. La política no es, entonces, esa máquina de publicidad y mercadotecnia que intenta seducir a los individuos, sino el arte de tejer relaciones y vínculos que son siempre concretos.   

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