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De la intelectualidad elitista al pensamiento democrático mexicano

Entre la élite de los intelectuales “consagrados” no cabían los simples individuos entregados al estudio, la reflexión y la crítica (muchos de ellos adscritos a las universidades) que no tuvieran con aquellos un lazo clientelar y una identificación plena e incondicional con su postura ideológica.

Muy lejos de remontarse al pasado griego o latino, pero muy cerca del caso Dreyfus (última década del siglo antepasado en Francia), el controvertido y difuso sustantivo “intelectual” comenzó a utilizarse a finales del siglo XIX para referirse a aquella persona “dedicada al estudio y la meditación”. A principios del siglo XX, en la Enciclopedia Espasa Calpe se consignó el significado del colectivo “intelectuales” como aquellos “cultivadores de cualquier género literario o científico”. Al intelectual se le ha reconocido tradicionalmente por ser un hombre o una mujer “de letras y de cultura”, con pretensiones humanistas, auténticas o no, de moderada a alta influencia social y política. A la intelectualidad se le ha definido como una minoría cultivada a quien le toca definir qué es digno de constituirse como patrimonio cultural, artístico y del conocimiento en una determinada sociedad o nación. El concepto de intelectual se ha correspondido históricamente con la mal llamada “alta cultura”, en contraste con la poco valorada “cultura popular”.

En la cuarta transformación que cursa México esa división es completamente improcedente, y si bien existen cuadros de individuos especialmente dedicados a la reflexión, el análisis de la sociedad y la difusión de los resultados de esos ejercicios, no comportan la autoridad ni el poder de definir ni representar las directrices del pensamiento y las perspectivas de la vida de toda una sociedad o nación.

Inicia la década de 1990. Octavio Paz apoya el proyecto de “modernización” de Carlos Salinas de Gortari, legitima el adelgazamiento del Estado y la expansión del mercado. El director de la revista Vuelta se ha convertido en una especie de patriarca cultural al que se han adherido grupos de escritores, académicos y artistas. Gran parte de la población mexicana que lo conoce lo ha visto y escuchado en la cadena de televisión Televisa, lo que no significa que su discurso les sea familiar y digerible, pues no es precisamente el grueso de la sociedad el destinatario de esos programas.

Tras la caída del Muro de Berlín, el poeta y ensayista organiza con la televisora y otras empresas el encuentro “La experiencia de la libertad”, que aglutinó a varios representantes de la izquierda y a una mayoría de representantes de la derecha de varias partes del mundo. “Para asegurar la presencia de los autores de Europa del Este y la URSS —escribió Enrique Krauze—, Isabel Turrent y yo los visitamos en persona (sic)”. Sin embargo, los latinoamericanos Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez no fueron convocados. El peruano Mario Varga Llosa sí. En el marco del coloquio, el autor de La ciudad y los perros lanzó la famosa sentencia “México es la dictadura perfecta”. El encuentro fue criticado por su sesgo anticomunista y por el autoritarismo de Paz, entre otros elementos. El poeta ganó el Premio Nobel de Literatura en octubre de 1990.
Dos años después, en 1992, la revista Nexos, la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta) llevaron a cabo el llamado “Coloquio de invierno”, en el que destacaron dos de los personajes otrora excluidos, Fuentes y García Márquez, pero también Carlos Monsiváis, Luis Villoro, Adolfo Sánchez Vázquez, Pablo González Casanova y Fernando del Paso, entre otros. Este último abogó abiertamente por la democracia, la justicia social, la reivindicación de lo público sobre lo privado, “el interés general de la sociedad por encima de los intereses particulares de empresa y gobierno” (según lo registra una crónica de la época), ideales que se han estado concretando parcial pero fehacientemente tres décadas después, en este sexenio lopezobradorista, el de la cuarta transformación.

Aunque acusado también de apoyar el salinismo (en su participación, Héctor Aguilar Camín refrendó con todas sus letras que el camino más viable para México era el de la “modernidad salinista”), este encuentro fue más plural y más libre en sus contenidos. Las presentaciones se enfocaron sobre todo en los problemas sociales y políticos de los llamados países subdesarrollados, en contraste con las grandes potencias, y en la reorganización y el futuro de los movimientos progresistas.

Ambos encuentros constituyeron una disputa por la legitimidad intelectual de los grupos y líderes que los encabezaban. Poco importaban las opiniones de quienes se encontraban fuera de esos círculos: se trataba de un debate entre élites intelectuales. Se estaba también muy lejos de incorporar en los discursos lo que hoy, a partir de la cuarta transformación, consideramos una prioridad: el pueblo. No como sustantivo que ornamenta una exposición, sino como protagonista y destinatario primordial de las bondades y beneficios concretos, palpables y cuantificables del proyecto de nación. El pueblo como suprema razón de la política.

La mayoría de los universitarios, académicos, estudiosos y lectores empedernidos sin credenciales de las llamadas “ciencias blandas”, principalmente, que vivieron su etapa estudiantil y las primeras experiencias laborales en las décadas de 1980 y 1990, y entrado el siglo XXI, se desarrollaron en la atmósfera intelectual acotada, cerrada y elitista antes descrita, que se prolongó sin cambios significativos (salvo los impulsados por los proyectos de descentralización e inclusión —a veces fallidos, en ocasiones exitosos—, a cargo del Conaculta) hasta el triunfo de la izquierda, con la llegada de Andrés Manuel López Obrador a la presidencia de la república y gracias a las transformaciones institucionales y de visión del mundo, la sociedad y el país que ese arribo ha propiciado en la sociedad mexicana.

Entre la élite de los intelectuales “consagrados” no cabían los simples individuos entregados al estudio, la reflexión y la crítica (muchos de ellos adscritos a las universidades) que no tuvieran con aquellos un lazo clientelar y una identificación plena e incondicional con su postura ideológica. Quienes se ostentaban como seleccionadores, jefes y padrinos de la “intelectualidad” mexicana, compuesta por una minoría cuyos nombres pueden leerse ahora en tristes y desolados desplegados que contrastan con la nueva visión incluyente del pensamiento del país, se dedicaron a favorecer a sus seguidores incondicionales con la integración a sus revistas, foros, encuentros, y ejercieron su influencia para que participaran en los medios de comunicación más consolidados y con mayor receptividad, obtuvieran becas y reconocimientos y fueran considerados para participar en los eventos “intelectuales” que tenían más fama y difusión.

La consigna implícita o explícita era (y lo sigue siendo) reproducir el discurso de sus gurús, convirtiéndose en defensores a ultranza de su posicionamiento intelectual, con el afán de impedir a toda costa la mengua de su prestigio e influencia en la sociedad.
Roedores de apoyos, estímulos y privilegios sobre todo de parte del Estado, pero también, en consecuencia, de poderosos grupos empresariales, los favorecidos crearon una zona de confort en la que se movieron por décadas. En lo económico, lograron vivir, directa o indirectamente, del erario.

El neoliberalismo fue el terreno ideal para la formación y desarrollo de esa élite intelectual bastante uniforme y predecible, que quiso convencernos de que sus palabras reflejaban la realidad y el rumbo del país. Se fueron erigiendo como paladines de la verdad, como guías a quienes los demás debían seguir en las directrices que dictaban con respecto a las diversas coyunturas y acontecimientos. Su función rectora y normativa del pensamiento incluía el callar ante barbaridades o hacer sobre ellas una crítica sospechosamente moderada, y ponderar y festejar lo que con argucias los gobiernos en turno convertían en logros.

Ello dio lugar a una especie de “clasismo intelectual”, a una monarquía del pensamiento mexicano que contrasta ahora, en la cuarta transformación, con un trabajo de democratización de la cultura, con la convicción de la igualdad del valor que representan las múltiples, diversas y contrastantes visiones del mundo de todos los grupos sociales que pueblan este país, con énfasis en los más pobres y en los pueblos originarios, los históricamente más olvidados.

La lucha por la igualdad, la justicia y la democracia, y el respeto y enaltecimiento de los derechos humanos, implica ir desplazando el individualismo arrogante y ególatra que caracterizaba a la élite intelectual, por la visualización y democratización de quienes nunca o escasamente han tenido voz y presencia en el entorno social.
El ideal que nos anima en la cuarta transformación es la construcción de un mosaico del pensamiento mexicano, que de manera democrática integre y represente a todas y todos.

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