revista

Lo que el viento del cambio está llevándose, trayendo y dejando

Con López Obrador en la presidencia, y a regañadientes, el ejército ha sido obligado a abrir archivos y campos militares —no todos— y aceptar que en principio tiene que dar cuenta de sus acciones a la sociedad

El contexto

Una visión panorámica del siglo XX mexicano permite ver a nuestro país como el primero en generar una gran rebelión popular, atestiguar luego cómo esa rebelión se transformó en una revolución que, al institucionalizarse, dio como resultado el régimen autoritario más longevo de esa centuria. Se trató de un sistema donde el poder fue concentrado en una presidencia sin contrapesos pero sujeta a renovación periódica y siempre sostenida por un partido de Estado corporativo. Sin embargo, ese sistema empezó a perder vitalidad en el último tercio de su siglo para empezar su transformación justo en el año 2000. El remplazo del arreglo autoritario posrevolucionario mexicano apenas está en formación y la lucha por definir sus características es hoy el corazón de la política mexicana.

waldo
Waldo

Al entrar México al siglo XXI el ritmo del cambio político se ha acelerado, y más a partir de 2018, fecha en que, tras dos intentos fallidos, arribó a la presidencia la izquierda encabezada por Andrés Manuel López Obrador y su partido, el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena). Con el tabasqueño, el cambio alcanzó el punto de no retorno y hoy el país vive una abierta confrontación de proyectos, uno de izquierda y otro de derecha, y en buena medida las características del sistema que finalmente sustituirá al viejo régimen van a ser resultado de una lucha que tendrá como punto culminante las elecciones de 2024 y que tendrán todas las características de una coyuntura crítica.

El ritmo del cambio de régimen fue relativamente lento, hasta hace poco más de cuatro años, aunque punteado por eventos muy traumáticos. El inicio del proceso de trasformación bien puede situarse en la crisis política provocada por el movimiento estudiantil de 1968 y su brutal represión. Ese proceso adquirió su componente económico casi tres lustros más tarde, en 1982, con la crisis provocada por el fracaso del modelo de desarrollo. Fue entonces que la presidencia autoritaria, debilitada por unas elecciones muy cuestionadas en 1988, optó por una “huida hacia adelante” y se lanzó a una audaz modificación del modelo económico para generar otro que combinó el autoritarismo tradicional con un capitalismo neoliberal duro. Ese cambio acentuó el carácter oligárquico del arreglo, pero un suceso sísmico externo, la desaparición de la Unión Soviética en 1991, dejó sin justificación anticomunista el uso de la fuerza como forma de frenar las movilizaciones de la oposición radical. Por eso la rebelión indígena neozapatista en Chiapas ya no pudo ser combatida al estilo de la “guerra sucia” de Guerrero ni tampoco se pudieron seguir justificando los obstáculos a la participación de la izquierda en los procesos electorales. Es verdad que los dados electorales siguieron cargados, pero sin la contundencia del pasado; en 2005 el gobierno debió recular en su intento de desaforar a López Obrador para anularlo como candidato presidencial de la izquierda y en 2012 tuvo que recurrir de nuevo a cargar los dados en su contra, tolerando un gasto excesivo por parte del Partido Revolucionario Institucional (PRI). Finalmente, en 2018 la insurgencia electoral logró que, por primera vez, un movimiento de izquierda tuviera un respaldo ciudadano de tal magnitud que hizo imposible impedirle el acceso a la presidencia al abanderado de esa corriente.

Los cambios. Sus alcances y límites

Desde una perspectiva de la izquierda dura, el lopezobradorismo y Morena han sido tibios en el empleo de su control del aparato de gobierno para desmantelar las estructuras económicas y políticas heredadas y transformarlas para lograr las metas propias de la izquierda. Sin embargo, desde otra perspectiva, la del cambio posible, las transformaciones introducidas por el lopezobradorismo sí están empezando a poner a México, y sin violentar la estructura institucional heredada, por el rumbo que conduce a una sociedad menos corrupta e injusta, más democrática, pese a la oposición de las grandes concentraciones de poder económico y de su base social: las clases medias.

Como sea, y a querer que no, en México los cambios están teniendo lugar en muchas arenas y con efectos acumulativos. El fenómeno se puede observar, e incluso en varios casos medir, en campos como la reducción de las desigualdades social y regional, el aumento de la recaudación fiscal, la inversión en infraestructura, el combate a la corrupción o en las políticas energéticas, laboral o educativa. Sin embargo, hay otros donde el ritmo del cambio es desesperantemente lento, por ejemplo el de la recuperación del terreno perdido frente al crimen organizado, el de la reforma al poder judicial y la impartición de justicia o, específicamente, la solución del episodio de los estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa.

Para ilustrar el avance del cambio y sus obstáculos se puede recurrir a casos específicos. En el viejo régimen se tenía como verdad indiscutible y evidente que había una trinidad a la que más valía no poner en duda ni criticar en público: la virgen de Guadalupe, el presidente de la república y el ejército. Pues bien, de esa trinidad hoy sólo queda en pie la virgen.

En el Tlatelolco de octubre de 1968, en la reacción del aparato de seguridad a la pedrada que recibió el presidente en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) en 1975, o a la bomba molotov que se lanzó contra el balcón presidencial en 1984, los autores del desafío a la figura presidencial pagaron cara su osadía.

Sin embargo, hoy la oposición critica cotidianamente y sin tregua en la prensa, la radio, la televisión y las redes sociales, y hasta llegar incluso al insulto y a la difamación, al presidente, sin que les pase nada a los críticos. Por otro lado, es desde la presidencia misma que se alienta y concreta el cambio. El gasto en el sostenimiento de la oficina presidencial se ha reducido drásticamente: más de 70%, y la anulación de las pensiones a expresidentes, la transformación de la suntuosa casa presidencial de Los Pinos en un espacio público o la venta del inverosímil avión del ejecutivo federal simbolizan el fin de la “presidencia imperial”.

Por otro lado, frente a la figura lejana del mandatario, ante la que la antigua guardia presidencial tenía como consigna que “al presidente no se le toca”, ya desaparecieron tanto la consigna como la guardia de ocho mil elementos. Las constantes giras de fin de semana, más la conferencia presidencial “mañanera” de varias horas, cinco días a la semana y durante todo el año, mantienen al jefe del ejecutivo en un contacto ininterrumpido con sus bases sociales y constituyen un ejercicio de comunicación política sin paralelo en el mundo y que en buena medida ha contrarrestado los efectos de unos medios de comunicación privados que, en su conjunto y sistemáticamente, mantienen una ruidosa campaña contra López Obrador y su proyecto político.

Otro ejemplo de cambio notable, aunque no enteramente logrado, se tiene en el corazón mismo del sistema político: el de las fuerzas armadas. Por una buena parte del siglo XIX e inicios del siguiente el ejército fue actor central de la política mexicana. En el siglo XX posrevolucionario se profesionalizó y aceptó situarse en el trasfondo del proceso de ejercicio del poder a cambio de gozar de un buen grado de autonomía interna. Ese ejército sólo recuperó una centralidad temporal cuando la élite civil le pidió actuar como instrumento de última instancia en momentos en que no pudo hacer frente a los desafíos de los opositores mediante la negociación o la cooptación.

Con el inicio del desmantelamiento del arreglo autoritario, las fuerzas armadas empezaron a ser objeto de escrutinio formal desde la sociedad. Ejemplos de ese cuestionamiento son el informe de la Comisión de la Verdad del Estado de Guerrero de 2014 o la tenaz demanda de quienes piden que se investige el papel de las fuerzas armadas en la operación que hizo desaparecer en 2014 a 43 estudiantes de la normal de Ayotzinapa.

Con López Obrador en la presidencia, y a regañadientes, el ejército ha sido obligado a abrir archivos y campos militares —no todos— y aceptar que en principio tiene que dar cuenta de sus acciones a la sociedad. Dos generales ya están sometidos a proceso por lo ocurrido a los normalistas desaparecidos, lo que no implica que ese penoso capítulo de nuestra historia reciente ya esté resuelto, ni que la autonomía de facto de las fuerzas armadas haya dejado de existir.

El otro lado de la moneda militar se tiene en la creación de una Guardia Nacional con más de 120 mil efectivos para recuperar y mantener la perdida seguridad interna, y que el presidente ha dejado a cargo no de civiles sino del ejército. Igualmente significativo es el papel que le ha dado a las fuerzas armadas para ejecutar unas de las grandes obras públicas del sexenio, más la vigilancia de aeropuertos y la administración de aduanas como medidas contra la corrupción que tradicionalmente ha imperado en esos espacios.

En fin, que el viento del cambio de régimen en el México del siglo XXI es un hecho y se deja sentir en los sistemas político, económico, social y cultural, pero también es un hecho que muchos elementos negativos y distintivos del viejo régimen siguen vigentes y que la implantación de la llamada cuarta transformación propuesta y encabezada por el mandatario tabasqueño, y apoyada por las bases sociales del lopezobradorismo, resistida y combatida por los partidos de oposición, los organismos autónomos, los medios, las cúpulas económicas y culturales, y por una buena parte de las clases medias, aún está por consolidarse. El cambio aún tiene mucho por avanzar y en cualquier caso es un proyecto abierto.

Cerrar