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Nos llevó el tren…

Llegamos a la antigua estación del ferrocarril de Tula y el entorno era desolador: lo que antes era un punto de reunión y de barullo se convirtió en un espacio abandonado, vandalizado, saqueado y propenso al crimen.

El 1 de enero de 1873 el entonces presidente de México, Sebastián Lerdo de Tejada, inauguró, después de 20 años de construcción, la primera línea férrea nacional. Con sus más de 400 kilómetros desde la Ciudad de México hasta Veracruz, “El Mexicano” fue la primera ruta del que sería el principal medio de transporte de nuestro país durante el siglo XX. El impulso que tendría durante el porfiriato cambiaría el rumbo de la historia, pues el ferrocarril pasó de ser un medio de transporte a un elemento de vinculación nacional, social, política, cultural y económica.

En 1908 se conformó Ferrocarriles Nacionales de México, empresa constituida por capital público y privado que buscaba ordenar y consolidar el sistema ferroviario nacional. Para 1937 las finanzas de la empresa estaban a punto de la quiebra, por lo que el presidente Lázaro Cárdenas determinó su rescate y expropiación. Sin embargo la propiedad del Estado sobre la industria apenas se mantuvo por 58 años.

El 17 de enero de 1995 inició un periodo extraordinario en el Congreso de la Unión. Entre los puntos a discutir figuraba una iniciativa presidencial para modificar el artículo 28 constitucional. Con la rapidez que caracterizaba al presidencialismo priista, la reforma fue aprobada en el Senado el 26 de enero, con 105 votos a favor, dos en contra y una abstención. En la Cámara de Diputados la ruta no fue distinta, recibido el dictamen el 26 de enero, “discutido” y votado dos días después, con 327 votos a favor y 29 en contra.

El 2 de marzo siguiente fue publicada en el Diario Oficial de la Federación la modificación al párrafo cuarto del artículo 28 constitucional, en la que los ferrocarriles nacionales y la comunicación satelital pasaban a ser áreas prioritarias, ya no monopolios estratégicos del Estado, permitiendo de esta forma la entrada de capitales privados para la explotación de los caminos de hierro y de las comunicaciones.

Después de la reforma constitucional vino la apertura total y la industria ferroviaria pasó de ser un monopolio del Estado a dividirse entre empresas privadas, igual que en el porfiriato. Cuando releemos la iniciativa presidencial nos encontramos con motivos que, a 30 años de distancia, aún se exhiben como meros discursos entreguistas: “Hoy, además, se enfrenta una crítica situación financiera, fenómeno que es resultado, principalmente, de un desequilibrio de la cuenta corriente de la balanza de pagos y de una inestabilidad inusualmente aguda en los mercados financieros”, registra la llamada cámara alta. Como recordarán, la apertura ferroviaria ocurrió antes del rescate de los bancos porque para los neoliberales los recursos nacionales se orientan en salvaguardar capitales privados, nunca en impulsar el bienestar nacional.

El ferrocarril mexicano conectaba a la mayor parte de la república, incluso había poblaciones cuya única forma de comunicación era a través de las vías del tren. Es cierto que la privatización le arrebató años de desarrollo al transporte de nuestro país, no sólo por la asignación de vías férreas: fueron pueblos enteros los que quedaron incomunicados y olvidados, además de que se afectó también a la economía a pequeña escala, la agricultura, el comercio y la industria. Lo principal es que la apertura del sector a capitales privados le arrebató la esperanza a miles, pues de un plumazo se extinguió la posibilidad de una mejor educación, de una mejor alimentación, de un mejor entorno y de una mejor calidad de vida, pues con la privatización llegó la pobreza.

Hace poco más de 10 años, por azares del destino, llegamos a la antigua estación del ferrocarril de Tula y el entorno era desolador: lo que antes era un punto de reunión y de barullo se convirtió en un espacio abandonado, vandalizado, saqueado y propenso al crimen. Los alrededores daban muestra de lo que antes era un lugar lleno de bullicio, de vida, de convivencia, y ahora sufrían el mismo maleficio que la estación: el abandono total.

La gran mayoría de las estaciones sufrieron el olvido. Siguiendo las vías podremos encontrar algunas convertidas en oficinas, otras en museos que luchan por mantener la memoria viva, algunas cedieron su espacio a grandes cadenas comerciales, las que más suerte tuvieron siguen siendo testigos silenciosos del paso del tren de carga, o como la de Buenavista, cuyo espacio sirve para recibir a aquellos que viajan desde Cuautitlán hasta el centro de la Ciudad de México.

El remate del sector sólo fue el resultado de décadas de malas administraciones.

Al término del porfiriato, México contaba con 20 mil kilómetros de vía y para finales de 1994 (antes de la modificación constitucional) la distancia era de 26 mil 700 kilómetros; es decir, el sistema ferroviario creció muy poco durante casi un siglo. Gran parte del sistema se mantuvo con vías sencillas, es decir, con una sola línea para ser atravesada por locomotoras en ambas direcciones. El estancamiento en la red ferroviaria era tal que los gobiernos posrrevolucionarios no fueron capaces de terminar rutas que desde el porfiriato se mantenían inconclusas: la vía Durango-Mazatlán, el tren México-Acapulco, el México-Zihuatanejo y el México-Tampico.

La construcción narrativa para lograr la privatización ferrocarrilera tampoco empezó con la iniciativa de reforma de 1995. En 1970 la plantilla de Ferrocarriles Nacionales era de aproximadamente 92 mil trabajadores y hacia finales de 1980 ya se planteaba la “carga financiera” que representaba para la paraestatal mexicana, con lo que comenzó la etapa del recorte de personal. Para 1990 había poco más de 83 mil ferrocarrileros; cuatro años después, sólo 49 mil, y para 1995 alrededor de dos mil menos. En menos de cinco años, 36 mil familias quedaron afectadas por el entreguismo neoliberal; y después de la privatización fueron aproximadamente 30 mil más.

Sin embargo, y a pesar del relato, el Estado sí tuvo que absorber el costo financiero que representaban las y los trabajadores ferrocarrileros. Durante el proceso de apertura, el gobierno mexicano optó por satisfacer los requerimientos que las empresas privadas planteaban en las licitaciones, por ejemplo, la supresión del servicio de pasajeros, sacar de las licitaciones las vías de baja rentabilidad, vías rehabilitadas y un contrato colectivo adecuado para los objetivos empresariales. Al aceptar estos términos, el gobierno tuvo que encargarse del costo de liquidar y jubilar a miles de trabajadores, diluyéndose las ganancias logradas por la entrega ferroviaria.

En la exposición de motivos de la reforma se planteaba la importancia de dar paso a la competencia entre empresas, sin embargo, actualmente más del 90 por ciento de las vías son operadas únicamente por dos grupos empresariales: Grupo México y Kansas City Southern de México. Es decir, se extinguió el monopolio público y nacional para dar paso a un duopolio privado y extranjero; también en eso nos mintieron.

Quienes actualmente alaban el gobierno de Ernesto Zedillo olvidan la ola de privatizaciones de su sexenio: ferrocarriles, puertos, aeropuertos y minas sólo fueron los más escandalosos. Luego el exmandatario ocupó un lugar en el Consejo de Administración en Kansas City Southern, la filial estadounidense de Kansas City Southern de México, muestra del servilismo con el que se manejó en las privatizaciones.

Mi papá fue ferrocarrilero, igual que sus hermanos, sus tíos, su papá y su abuelo; era lo que sabían hacer y lo que les fue apasionando. Todavía tengo la fortuna de que nos cuente sus historias y anécdotas, también veo la tristeza en sus ojos cuando pasa por una estación o una vía que recorrió en el tren. Recuerdo cómo se preparaba para sus viajes, su maleta siempre lista para cuando llegara un llamado; la memoria me lleva también a las manifestaciones en las que lo acompañamos afuera del Senado mientras discutían la reforma; luchó hasta el final.

Actualmente sólo funcionan cinco líneas férreas dedicadas al transporte de pasajeros: El Chepe, el tren del Tequila, el Suburbano, el Maya y el Insurgente, los últimos dos inaugurados en el sexenio actual. Siendo hija, nieta y bisnieta de rieleros no tuve la fortuna de viajar en ferrocarril, pero poco a poco las nuevas generaciones tendremos oportunidad de disfrutar este medio de transporte terrestre, el de menor costo y mayor rapidez, el que nos brinda la mayor seguridad y los más hermosos paisajes. Los años perdidos no los recuperaremos, pero sí la esperanza y un futuro más promisorio para las y los mexicanos. Y quizá, con el tiempo y prácticas de buen gobierno, recuperemos nuestros ferrocarriles, sus vías, sus casas redondas, sus talleres y sus oficios.

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