Este 11 de septiembre se aprobó en el Senado la controversial reforma al poder judicial presentada por Andrés Manuel López Obrador. Horas más tarde, sin discusión alguna, en el Congreso de Oaxaca y, de forma sucesiva, al día siguiente 18 estados de la república la respaldaron en sus congresos locales: consummatum est.
Las cuestiones de política, gobernanza, democracia y la realidad en sí misma no son planas, sino que siempre presentan complejidades y paradojas. De ahí la relevancia de evitar los análisis dicotómicos y totalizantes, lo cual es una enseñanza del feminismo. En diálogo con algunas colegas morenistas, compartimos un sentir que de alguna manera incomoda, pero que asumimos como parte de las complejidades: la vida política y la lucha social. He aprendido a festejar la incomodidad porque siempre impulsa la transformación y el movimiento. El pensamiento único y comodino nunca ha sido transformador; por tanto, el ejercicio de la crítica siempre ha sido necesario para mantener radicalmente vivo un movimiento.
Con certeza, la mayoría de los aspectos que plantea la reforma al poder judicial son necesarios; la crítica está más dirigida a la forma y a los argumentos con que se concretó. Lo más importante son los medios, no los fines. Por ejemplo, en cuanto a la elección de las y los ministros, magistrados y jueces, pero sobre todo al procedimiento de postulación para las candidaturas correspondientes, presentado sin garantías fuertes de participación ciudadana y bajo el discurso de que con ello se acabará con la corrupción, no sólo fue desconcertante, sino que sostenerlo, después de ser objetado por varios sectores de la ciudadanía, no puede evadir desacuerdos y señalamientos respecto a cómo algunas no queremos replicar formas de hacer política.
Democratizar la justicia, sí: a través del poder ciudadano, no el político. Estoy segura de que el mecanismo aprobado corre el riesgo de traer como consecuencia más problemas de los que dice resolver. Ya lo veremos. De cualquier manera, a estas alturas debemos impulsar medidas de intervención, evaluación y escrutinio ciudadano ante las elecciones de las y los jueces, un tanto para romper con la nociva lógica bajo la que se concretó la reforma, es decir, mediante una pregunta cerrada que sólo daba opción a respuestas dicotómicas sobre temas de complejidad: “reforma judicial sí o no”, sin matices.
Además, de manera indebida, se ligó la reforma judicial a un refrendo por la continuidad de la 4T. Por supuesto, con total convicción votamos, abrazando, sin duda alguna, la idea que López Obrador ha abanderado: el poder pertenece al pueblo. En la actitud de radicalizar la idea anterior, muchas y muchos deseamos esta reforma, pero no sin discusión o con discusiones “al vapor”, y sin la oportunidad de expresar desacuerdo con ciertos acentos sin ser tachadas de “hacerle el juego a la oposición”. Definitivamente, ese tipo de razonamientos y argumentaciones deben erradicarse de un movimiento transformador como el de la 4T, sobre todo en el segundo piso, con Claudia Sheinbaum como presidenta. No estoy diciendo que esté en contra de estrategias de unidad política en momentos decisivos, pero no deberían poner en riesgo los ideales fundamentales personales-colectivos, pues es allí donde germina la semilla del relativismo ético que lleva a la corrupción.
La explicación que dan las feministas negras sobre los dilemas que se presentan en el entrecruzamiento subjetivo-colectivo de las relaciones de poder en la lucha política nos puede servir a varias que nos encontramos en esta situación, para afirmar que, más que un defecto, ser una desviada interna (outsider inside) es una posición privilegiada y comprometida con la crítica, la cual es necesaria para fortalecer al movimiento.