El 7 de octubre, en un nuevo capítulo del vergonzoso y trágico estancamiento de las relaciones entre Palestina e Israel, fuerzas combatientes extremistas islámicas encabezadas por el grupo Hamás atacaron con cohetes e incursiones armadas diferentes objetivos civiles y militares del distrito sur israelí, provenientes del territorio palestino de la Franja de Gaza, tomando por sorpresa al aparato defensivo y de seguridad de Tel Aviv.
Ante aquel súbito incremento de hostilidades entre las partes en conflicto, el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, declaró el estado de guerra en el país y prometió ocupar “toda la fuerza militar” para acabar con la amenaza terrorista en la zona.
Al momento de escribir estas líneas, los combates entre el ejército israelí y los grupos terroristas se mantienen, y el problema acrecentado está lejos de terminar, a la par de que continúan los bombardeos aéreos en Gaza y se vislumbra una posible operación militar dentro de aquel territorio, que podría intensificar aún más los costes civiles, sin mencionar un posible éxodo masivo de personas de un pequeño espacio que habitan actualmente casi 2.4 millones de personas personas.
De manera inmediata, Washington, ávido de localizar más dinero ante el eventual fracaso en Ucrania, con el objetivo del exterminio de vidas a favor de las ganancias de su colosal y enquistado aparato militar e industrial en todo su Estado, expresó su respaldo incondicional al comando de Netanyahu.
Y en estricta coordinación con lo anterior, la mayoría de los medios de comunicación ya han comenzado a construir un discurso general que permita juzgar y determinar automáticamente quiénes son las víctimas y quiénes los enemigos, como ya es costumbre para alinear a la opinión pública ante cualquier evento bélico.
Más allá de todo ello, este penoso acontecimiento es un triste recuerdo de la incapacidad política total de ambos lados, sostenida durante décadas, para generar un diálogo constructivo, orientado a conciliar únicamente a las partes involucradas regionalmente hablando, sin sucumbir a las presiones externas de naciones ávidas por localizar sus recursos militares en guerras que permitan mantener sus esferas de influencia, ni de fanáticos religiosos que vuelven rehenes de sus delirios de violencia a la población como la vía para alcanzar la divinidad.
Por otro lado, los verdaderos perdedores de este enfrentamiento, como en cualquier otro, son tanto el pueblo palestino como el israelí, a los cuales se debe expresar la mayor de las solidaridades y apoyos para obligar a sus respectivos gobiernos la consideración de alternativas pacíficas y duraderas que permitan una coexistencia respetuosa entre ambas sociedades; de lo contrario, se verán inmersos en un dilema eterno que beneficie a muchos otros, no a los que realmente importan y son afectados.