Industria tabacalera: ¿inducción al suicidio?

Columnas Plebeyas

«Al que induzca a otro para que se prive de la vida, se le impondrá prisión de tres a ocho años si el suicidio se consuma». En esos términos sanciona el Código Penal para la Ciudad de México el delito conocido como «ayuda o inducción al suicidio». 

Con este tipo penal en mente, resulta difícil comprender el equilibrio normativo en una sociedad que por un lado sanciona conductas que atentan contra la vida y por el otro las permite. Me refiero al tabaco: a su producción, promoción y venta. A aquella industria que provoca —tan solo en territorio nacional— el doble de muertes anuales que las armas de fuego. Y es que lo que antes fue considerado como un derecho mercantil de la industria tabacalera —su derecho a comerciar— hoy es contemplado como el derecho del usuario a fumar. En la cara de la moneda se encuentra el derecho de los fumadores al libre desarrollo de la personalidad y a ser protegidos en términos sanitarios; y en la cruz, el derecho de quienes no fumamos a ser protegidos frente a ellos. 

Así las cosas fue que el gobierno mexicano, poco antes de terminar el 2022, publicó la reforma al Reglamento de la Ley Federal para el Control del Tabaco. Las reformas publicadas, mismas que entraron en vigor el 15 de enero de 2023, llegaron como parte de los compromisos asumidos por México con la Organización Mundial de la Salud (OMS) y como respuesta ante la sarta de artimañas implementadas por la industria del tabaco y del entretenimiento para burlar la reglamentación antitabaco vigente en el país desde 2008. 

La nueva reforma no se anda con rodeos, tiene interlocutores e intenciones precisas. La primera: proteger a la población contra la exposición al humo del tabaco en cualquier área física con acceso al público, en espacios cerrados, en los lugares de trabajo, escuelas, en el transporte público y en espacios concurridos. Las familias y los no fumadores por fin podremos apropiarnos de nuevo de deportivos, terrazas y playas, donde tampoco se podrá fumar. La segunda es contundente: si antes el gobierno permitía incluir publicidad de tabaco en revistas y lugares para adultos, hoy está prohibida. Se acabaron las excepciones. No más exhibición de cajetillas. Adiós a su promoción en competencias deportivas. Nunca más serán vistos en internet. El esperado final de las ratas muertas y los pulmones destrozados en los mostradores. 

Esto que hoy nos parece incuestionable, no lo fue durante mucho tiempo. Sigue sin serlo. La industria tabacalera —a través de sus incontables brazos— ha levantado la voz y blandido sus argumentos. Uno siempre más tramposo y ridículo que el anterior. La reforma ha sido atacada de arbitraria, de prohibicionista, de inquisidora. Los empresarios vociferan escandalizados el desastre turístico que estas nuevas prohibiciones implicarán. (¿Alguien puede pensar en los turistas?). Los lobbistas del mortal negocio arguyen, a través de sus mejores sofistas, de la ilegalidad de reglamentar un negocio legal. Así, como si vendieran manzanas o tomates cherry. 

En fin, mientras llueven amparos y los tramposos tabacaleros intentan seguir engañándonos con su disfraz de oveja; mientras nos hablan de la terrible crisis que enfrentarán, no ellos, sino los pequeños comercios que venden productos de tabaco, busquemos más y mejores alternativas. Veamos, por ejemplo, al sur, hacia la cuenca del Amazonas, allí en donde exigen a los fabricantes de cigarrillos medidas más idóneas y proporcionales que las nuestras: el reembolso al gobierno nacional del dinero gastado por el sistema público de salud en tratamientos para los problemas causados por fumar. ¿Hacemos cuentas? 

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