La temporada de lluvias llega a su fin. Los vientos húmedos de sendos océanos que abrazan al país regaron la tierra, alimentaron las milpas y campos, hincharon los veneros, mojaron a más de un desprevenido marchante sin paraguas y, para alivio de millones, esos vientos cargados de nubes llenaron las presas y su equivalente natural: los mantos freáticos. Las más o menos regulares precipitaciones anuales hacen olvidar con relativa facilidad que grandes regiones del país se encuentran en ecosistemas en los que la disponibilidad media de agua no es alta, situación agravada por los efectos del cambio climático que hace a las lluvias aún más irregulares. Sin embargo, el problema real de la eterna crisis del agua no es un fenómeno natural sino de gestión, de aquellas decisiones que determinan la manera de distribuir los recursos de una sociedad. Dicho de otro modo, es un problema tanto político como económico. Hace unos cuantos meses una de las principales zonas metropolitanas del país vivió semanas con nulo acceso a agua potable o, en el mejor de los casos, un acceso seriamente limitado. Amplias zonas del país viven situaciones semejantes o análogas año con año. Quizás porque Monterrey es centro de poderosos intereses industriales, el agotamiento total de sus fuentes de agua para consumo urbano no recibió mayor atención mediática, más que en un tono amarillista. El verdadero origen y causa de la crisis, cual elefante en la habitación, se mantuvo incuestionado. Si, como ha señalado Pedro Moctezuma, uno de los mayores estudiosos del agua en nuestro país, el problema es político, ¿cómo llegamos hasta aquí?
Una tras otra experta en la materia señala a la actual Ley de Aguas Nacionales, aprobada en 1992, como la responsable de una estructura de reparto desigual de los recursos hídricos del país y como causante de una brutal concentración de la riqueza. Algunos conceptos ayudarán a situar esto en un proceso de acumulación de la riqueza marcado por la masiva transferencia —por no decir saqueo o despojo— de bienes públicos o nacionales a manos privadas. En resumidas cuentas, analicemos el neoliberalismo mexicano en clave hídrica.
En su famosa obra La acumulación del capital, Rosa Luxemburgo desarrolla algunas de las tesis que Karl Marx había propuesto sobre la acumulación original del capital. En concreto, la filósofa argumenta que el capitalismo requiere de organizaciones económicas no capitalistas como condición para su expansión y reproducción, a las que llama genéricamente “economías naturales”. Uno de los objetivos primarios del capitalismo es ganar acceso, las más de las veces por medios violentos, a las economías naturales, y en concreto a factores productivos como la tierra y los recursos que en ella existen, ajenos a un régimen de propiedad privada. Nadie podría dudar que antes de 1992 México era un país capitalista y por lo tanto esta caracterización parecería ser inoperante, sobre todo si se atienden los ejemplos históricos a los que alude Luxemburgo. Sin embargo, la idea central es que ciertos recursos, una vez privatizados ilegítimamente, constituyen la chispa que pone en marcha la imparable máquina de acumulación capitalista.
Uno de los mayores triunfos ideológicos del levantamiento popular revolucionario logró codificarse en el artículo 27 constitucional, al vincular primigeniamente la propiedad del suelo y subsuelo no con los entes privados, sino con la nación. Jurídicamente representó un quiebre con nociones del derecho público y privado imperantes durante el porfiriato. Esta innovación jurídica fundamentó buena parte de la economía política mexicana del siglo XX, al posibilitar la nacionalización de nada más y nada menos que los recursos naturales del país. De ahí se derivaron el reparto agrario y la expropiación petrolera. Por su parte, la historia legal del agua en México después de 1917 estuvo estrechamente ligada a dos actividades fundamentales para el desarrollo nacional: la irrigación agrícola y la generación de electricidad. Ambas actividades requerían de un sistema de administración de los recursos hídricos que vio en las presas su manifestación más acabada. No sin contradicciones y por supuesto no exenta de violencias, la política hídrica en el siglo XX se orientó en asegurar actividades económicas estratégicas para la nación, y para ello distintos recursos naturales fueron sustraídos de una lógica mercantil, que no económica. La ley general de aguas salinista cambió este paradigma e inició un rápido proceso de privatización y mercantilización de facto del agua con el objetivo de alimentar a las nacientes industrias vinculadas con la exportación y la integración económica con América del Norte. El instrumento jurídico fueron las concesiones, las cuales pueden ser hasta de 30 años con posibilidad de renovarse por otro tanto. Obtener un título de concesión se ha convertido en una privatización de facto de los recursos hídricos de la nación. Por ejemplo, el titular de una concesión puede haberla obtenido para un uso, agrícola por ejemplo, y después decidir cambiarlo a industrial o de servicios. También es posible no extraer el volumen solicitado ni hacer las inversiones necesarias para ello, lo cual convierte los títulos de concesión en apreciados activos financieros. Finalmente, tal como ha sucedido con las licencias de generación de energía o las concesiones otorgadas en las rondas para la explotación petrolera, los títulos de concesión de agua pueden ser traspasados.
Toda la estructura legal creada para administrar los recursos hídricos durante el salinismo estuvo encaminada a promover la extracción, el acaparamiento como estrategia de inversión económica y el uso privado-corporativo del agua por sobre cualquier otro. De manera paralela, diversos bienes nacionales, como las tierras ejidales, corrieron la misma suerte privatizadora; otros, como el petróleo, tendrían que esperar la siguiente oleada de “reformas estructurales”. ¿Cuáles han sido los efectos por más de treinta años de esta ley? ¿Existen alternativas para la gestión del agua? ¿Qué significa construir una economía posneoliberal?