Desregulación y eliminación de barreras: dos principios clave del neoliberalismo económico. Tierra fértil en la que —según afirman los empresarios— sus compañías podrán florecer eficientes, sostenibles, rentables. Aquel razonamiento, por supuesto, no les parece replicable para el Estado. Estado opresor, Estado corrupto, Estado ratero. Aquellos principios sólo aplican a sus empresas. Empresas buenas, empresas verdes, empresas arcoíris. Recientemente han adoptado también el color rosa.
En algo tienen razón los empresarios. Una parte del Estado poderoso ha y seguirá abusando de su poder, corrompiéndose y violando derechos humanos. Pero la suma no es cero: no hay un bando de héroes y otro de villanos. La visión del empresario como el bueno y del Estado como el malo es funcional para un discurso retórico, no para un análisis serio. Es la comprensión de los claroscuros que existen en el medio lo que nos permite modular, de tiempo en tiempo, el equilibrio entre unos y otros. No existe balance correcto ni definitivo; quien diga que lo conoce, miente.
En búsqueda de esa nueva nivelación entre prerrogativas estatales y derechos de los particulares, el presidente de México envió hace unas semanas a la Cámara de Diputados una reforma administrativa; es decir, de disposiciones que regulan la relación entre el Estado y los particulares. La reforma busca fortalecer el funcionamiento del Estado, particularmente de la Administración Pública Federal, revertir actos de corrupción y evitar daños al erario. La reacción a la propuesta fue la esperada: empresarios, abogados, consultores y comentócratas —sin mucho ingenio ni decencia— se han dedicado a repetir lugares comunes, hipérboles y mentiras en su contra.
En los próximos párrafos intentaré emitir un poco de luz al respecto y, de paso, refutar aquel dicho popular de que una mentira repetida mil veces se convierte en realidad.
Se ha dicho hasta el cansancio que el Estado podrá revocar discrecionalmente permisos, concesiones, autorizaciones y licencias. Es falso. La reforma no modifica el artículo 16 constitucional que obliga al Estado a fundar y motivar todos sus actos. Los abogados conocemos esto como “principio de legalidad” y se traduce en que toda actuación estatal debe estar prevista en ley; su actuación discrecional es ilegal.
Quizás a lo que se refieren los críticos de la reforma es a que, de aprobarse, el Estado podría dar por terminadas autorizaciones con base en el interés público, general y social. Esas razones —si bien podrían parecer vacías y populistas— en realidad son conceptos intencionalmente indeterminados que habrán de ser delimitados al momento de su aplicación. Caso a caso. Aquí el presidente no está inventando el agua tibia; este tipo de conceptos abiertos existen en la regulación de la mayor parte de los países del mundo y, particularmente, en el sistema legal mexicano desde tu creación.
Otro aspecto atacado de la reforma es la llamada cláusula exorbitante. Los abogados entendemos que una cláusula es eso, exorbitante, cuando otorga derechos a una parte sin dárselos a la otra. Así, por ejemplo, un contrato será exorbitante si una de las partes (el Estado) puede dar por terminado un contrato anticipadamente y el otro (el particular) no. En esa obligación especifica, las partes se encontrarán en una relación de desigualdad. Y es normal. Y está bien. Porque los particulares y el Estado no son iguales. Ahí donde al sector privado le aplican conceptos como competitividad, eficiencia y costo-beneficio, al Estado le aplican otros: servicio público, interés general, bienestar. A unos los rige lo individual, al otro lo colectivo. El Estado nos representa a todos, mientras que el empresario se representa nada más a sí mismo. Y está bien.
Los críticos parecen ofendidos porque el Estado podrá revocar permisos. Lo que su reacción demuestra es ignorancia. El Estado siempre ha tenido esa facultad, simplemente no la ejercitaba de forma habitual porque el procedimiento previsto para ello es débil y se encuentra mal regulado.
Se ha apuntado el dedo contra la atrocidad de incluir límites máximos a las indemnizaciones a ser pagadas por el Estado mexicano que resulten de arbitrajes internacionales. Aquí llama la atención el asombro: tenemos desde 1992 en la Ley Sobre la Celebración de Tratados una escurridiza disposición que prevé precisamente eso. Lo que se busca en la reforma es aclarar y darle objetividad a tal artículo.
Otros cambios llegan de la mano con esta propuesta: la inclusión del “principio de confianza” en el Estado, asignaciones indefinidas para la prestación de servicios públicos a entidades paraestatales, procesos expeditos de recuperación de bienes sujetos al régimen de dominio público, reorganizaciones administrativas, etcétera. El espíritu es en todo caso el mismo: agilizar la actuación estatal que por años fue ralentizada por el voraz mercado y sus titiriteros.
La reforma no está exenta de errores. La posibilidad de no pagar indemnizaciones en ciertos casos de revocación de concesiones y licencias es uno de ellos. Como toda modificación ambiciosa (porque lo es) tiene implicaciones sensibles. Habremos de cuidar su redacción, implementación y consecuencias. El cumplimiento de tratados internacionales es un buen ejemplo. Nos gusten o no los tratados a los que hemos llegado con nuestros socios comerciales, los acuerdos son para cumplirse. Y si habremos de modificarlos, esa no es la vía.
Uno de los intelectuales preferidos de la oposición escribió por ahí que la reforma “tiene como propósito nominal (sic) fortalecer la rectoría del Estado en la economía”. Así es: la iniciativa busca regresar al Estado las herramientas que requiere para proveernos de servicios públicos y garantizar nuestros derechos. Nada más, pero tampoco menos. Conservadores llegando inadvertidamente al punto.