El INE y las nuevas inquisiciones

Columnas Plebeyas

Cuando Gabriel Quadri fue inscrito en el padrón de agresores políticos de género, en abril, e inhabilitado de aparecer en las boletas electorales durante cuatro años, muchos celebraron el hecho. Finalmente, luego de una sarta de barbaridades soltada en años recientes, el bocón había recibido su merecido. Yo, en cambio, tenía mis reservas. No acerca de los comentarios en sí del legislador, que fueron claramente discriminatorios y transfóbicos, sino acerca de la prohibición electoral. Y no es que haya tenido una bola de cristal que viera el futuro, sino por una regla de oro en la historia política internacional: cualquier medida coercitiva o de censura, fuera cual fuese su intención original, terminará siendo aplicada inevitablemente contra la izquierda.

Y dicho y hecho. En meses recientes, un grupo de consejeros del Instituto Nacional Electoral (INE), mostrando un talante inquisitorial extremo incluso para ellos, ha perseguido a la diputada Andrea Chávez por un tuit levísimo acerca de la postura de una diputada del Partido de la Revolución Democrática (a la que ni siquiera nombró) de que el Fondo de Cultura Económica (FCE) no debería fomentar la lectura; al periodista Erick Gutiérrez por responder a tal tuit; a la senadora Antares Vázquez por afirmar desde la tribuna que los legisladores (en general) que no aceptan las consecuencias de sus actos son como “muñequitas de sololoy”; a la periodista Alina Duarte por el grave crimen de promover la consulta de la revocación de mandato, y a una serie de comunicadores y youtubers, entre ellos el Chapucero y Juncal Solano.

Resulta notable que la acusación en varios de estos casos, sobre todo contra Chávez y Vázquez —ambas mujeres—, es la misma que habían aplicado en el caso de Quadri: la de haber ejercido “violencia política de género”. Es como si la hubieran ensayado en un caso real sólo para banalizarla, una vez afilada, a través de casos burdos de persecución política. Es que la manipulación interesada del término es lo de hoy. Margarita Zavala, Kenia López, Lilly Téllez, Mariana Gómez del Campo, Edna Díaz Acevedo: todas ellas han torcido el argumento de violencia de género para escudarse de críticas legítimas o con otros fines políticos. Todas, también, son autoras de afirmaciones más fuertes —en ciertos casos exponencialmente más— que las arriba mencionadas. Sin sanción.

Este truco tiene su pedigrí. En la campaña presidencial de Estados Unidos del 2016, la estrategia de Hillary Clinton fomentó la idea de que los partidarios del senador Bernie Sanders —su contrincante en la precampaña del Partido Demócrata— eran misóginos por preferirlo a él en lugar de a ella, unos vulgares y retrógradas Bernie bros. Al hacer esto, Clinton invisibilizó a millones de mujeres —la vasta mayoría de ellas de una clase social más precaria que las que circulaban la acusación— que votaron por el senador no por ser hombre, sino porque simpatizaban más con su programa. En la campaña del 2020, la recriminación volvió a aparecer, a veces abiertamente, otras por insinuación, en las estrategias electorales de Kamala Harris y Elizabeth Warren.

Pero ahí no había la cuestión de quitarle sus derechos políticos a nadie. En eso, el INE, en conjunto con el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF), ha llevado el asunto a otro nivel. De la misma forma, eso sí, sus acusaciones no sólo desvalorizan sino que se aprovechan de una situación extremadamente grave en México: la violencia real de género, sufrida por millones de mujeres que carecen del poder económico y de plataformas privilegiadas necesarias para denunciarla. (Esta violencia ha sido sufrida incluso, estoy seguro, por las propias Zavala, López, Tellez, Gómez del Campo y Acevedo en otros momentos de su vida). Así, como en el caso de Clinton o Warren, el término pasa a constituirse como otra arma de clase, empleada incluso en contra de movimientos políticos que busquen una igualdad que rebase el liberalismo limitado que la burguesía está dispuesta a ofrecer.

Finalmente, todo este teatro no es más que una escaramuza antes de la batalla mayor: la campaña presidencial del 2024. La idea, construyendo sobre la base de lo ocurrido en las elecciones intermedias del 2021, es establecer un precedente para remover, eliminar o inhabilitar a candidatos… incluso aspirantes a la presidencia. Si no se les puede ganar en las urnas, se vuelve aún más urgente asegurarse de que, en primer lugar, no aparezcan en la boleta. Ahora mediante un argumento que consideran irrefutable: son violentadores de género. ¡Fuera!, dirá la prensa internacional. ¡Fuera!, dirán, con aire de superioridad moral, las organizaciones no gubernamentales (ONG) internacionales.

En junio, el Tribunal Electoral devolvió a Gabriel Quadri sus derechos políticos. Fue la decisión correcta: si él quiere volver a postularse para diputado, o incluso para la presidencia, su futuro debería estar en manos de los electores de Coyoacán o, en su caso, de todo México. De la misma manera, Andrea Chávez debería poder postularse para la gubernatura de Chihuahua. En cuanto a los consejeros del INE, que se quiten las togas de inquisidores y que crean en la misma democracia que, en teoría, están encargados de sostener.

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