La política en el movimiento nacional y popular

Columnas Plebeyas

Somos parte de un movimiento nacional y popular que se fue tejiendo por décadas de lucha y que por decisión del pueblo de México llegó a cambiar el rumbo y destino del país para construir un México con justicia y sin corrupción, con democracia y de la mano del mejor presidente de la historia moderna.
Claudia Sheinbaum

En política los conceptos organizan prácticas, dan sentido de pertenencia y ayudan a estabilizar horizontes de esperanza. Cumplen, pues, un rol fundamental, y en esa medida no deben tomarse a la ligera. Dado esto, considero que entender el obradorismo a través de la concepción nacional-popular de la política nos ofrece grandes ventajas.

¿Qué es la política para un movimiento nacional y popular? La pregunta resulta crucial porque en la medida en que podamos responder a ella satisfactoriamente seremos capaces de proyectar formas de organización propias y explicitar la agenda de tareas que guíe la nueva etapa del movimiento obradorista. 

La cuestión puede plantearse considerando dos componentes esenciales de toda política: organización popular y representación política. Es posible ubicar las distintas tradiciones políticas según se inclinen por alguno de estos dos factores. Por ejemplo, el liberalismo asume lo electoral como el simple agregado de preferencias individuales, por lo que piensa la representación política totalmente escindida de la organización. Es más, considera que entre el individuo que acude a votar y el representante no debe existir mediación alguna. Toda organización está sospechada de ser una interferencia que coopta o subordina al individuo a un exótico interés gregario.  

Las tradiciones clasistas —en el sentido que reivindica la defensa de un interés de clase— se ubican en el exacto inverso del liberalismo. Al anclar su política en un grupo definido, privilegian la organización por sobre la representación política. Esto se expresa en figuras como la del “delegado”, agente encargado de defender los acuerdos tomados en la organización bajo un claro mandato vinculante y sin capacidad de negociar por fuera de su marco. Desde esta óptica, la representación sólo puede entenderse como el anuncio de una inminente traición. Todo intento de armonizar y compatibilizar intereses diversos se percibe como un juego de suma cero. 

Toda la potencia política de los movimientos nacional-populares —así como sus innegables riesgos— está cifrada en el intento de estabilizar un vínculo entre organización popular y representación política. En este formato, la organización del pueblo a partir de su diversidad de intereses, necesidades y demandas debe encontrar en el mecanismo representativo un punto de síntesis y proyección. 

Esto tiene dos consecuencias en la forma en la que se entiende la política: a) primero, que la tarea política adquiere ahí una lógica de composición y articulación, que es en la que se deposita la posibilidad de proyectar los intereses populares al todo social vía la gestión del Estado; b) segundo, esta cuestión vuelve indispensable una constante diplomacia interna para lograr que esta composición-articulación no rompa con la voluntad de las organizaciones de vincularse entre sí dentro de un esquema representativo. 

En este marco es que se plantea la necesidad de proyectar una forma de organización capaz de realizar esta composición: el partido-movimiento. Pero eso es otra historia.  

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