La agenda del negacionismo en Argentina

Columnas Plebeyas

Marzo fue un mes agitado para la memoria de la dictadura argentina. Se cumplieron 48 años del golpe militar que azotó al país en 1976 y que dejó una larga lista de presos políticos, exiliados, torturados y desaparecidos. Este año las conmemoraciones fueron particularmente dolorosas porque desde el gobierno nacional se decidió confrontar esa memoria con un relato alterno y negador. 

Tener a Victoria Villarruel de vicepresidenta era un indicio suficiente para saber que el 24 de marzo sería una fecha en disputa. Esta vez desde la cuenta oficial de la casa presidencial se compartió un breve video con algunas voces que denunciaron la violencia ejercida por las guerrillas en la década de 1970. Tras la premisa de que al país le hace falta una “memoria completa”, desde la presidencia se optó por resaltar el daño que ocasionaron las izquierdas armadas, ocultando el despliegue de terror con que actuó el Estado en ese momento.  

Los grupos que hoy tienen el poder en Argentina creen que pueden reescribir la historia a su antojo. Décadas enteras de investigaciones académicas y la celebración de más de cien juicios con condenas por delitos de lesa humanidad no parecen ser suficientes para frenar el discurso negacionista y distorsionador de la realidad que ofrece la gestión de Javier Milei. 

¿Es que la violencia de las izquierdas nunca fue condenada y por eso el Estado toma esta demanda en la agenda? ¿Es que la violencia de la dictadura militar estuvo justificada y por eso consideran que es mejor ya no hablar de ello? La respuesta es no. 

Durante la transición a la democracia en Argentina, las organizaciones de izquierda fueron juzgadas. Los militantes que sobrevivieron al terrorismo de Estado fueron, en algunos casos, condenados a prisión y otros directamente no retornaron del exilio, sin contar los que padecieron los efectos de las torturas y las secuelas de la desaparición de sus familiares. Los pedidos de captura iniciados por los militares en los años previos a la transición siguieron vigentes y, además, el gobierno de Raúl Alfonsín abrió nuevas causas por los delitos cometidos entre las décadas de 1960 y 1970. Pero esos no fueron delitos de lesa humanidad, como los que cometió el Estado. Y quizás sea eso lo que le moleste al gobierno libertario: que no puede equiparar —porque no son equiparables— dos tipos de violencia sustancialmente diferentes. Por eso es que la violencia del Estado no está justificada: porque ninguna ley permite que la desaparición de personas sea un mecanismo legítimo de resolución de conflictos.

Todos los países que atravesaron situaciones similares enfrentan espejismos de este tipo. Confunden las responsabilidades estatales con las acciones individuales.

La memoria puede alojar estas batallas, pero no puede deshacer la verdad: si el Estado viola los derechos humanos, la culpa no es de la víctima.  

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