Lo primero: la guerra
Guatemala es un país que prácticamente acaba de salir de una guerra civil. Un conflicto armado que duró 36 años, en el que murieron 200 mil personas (el 90% en manos del ejército), hay 45 mil desaparecidos y 100 mil personas desplazadas (de las cuales 50 mil encontraron refugio en México). Ese conflicto tan largo y tan cruento dejó profundas cicatrices que no terminan de sanar. La palestra electoral es, en muchos casos, la continuación de la guerra por otros medios. La plataforma de algunos partidos sigue siendo detener el fantasma del comunismo, mientras que otros plantean la refundación del Estado y acabar con el sistema capitalista. Por supuesto, si aún cupiera duda, los unos son los demonios de los otros. Todavía quedan muchos que en uno y otro polo apuestan por la opción de la fuerza y la imposición, por encima de las elecciones y el acuerdo.
Lo segundo: los partidos
A pesar de la polarización heredada de la guerra, en cada polo hay disputas por quién ondea la bandera verdadera. Cada subgrupo tiene su propio partido. Para estas elecciones había 30 partidos con posibilidad de presentar candidaturas a la presidencia y vicepresidencia (conocidos como binomios). Dos declinaron participar, mientras que otros cuatro fueron rechazados por el registro del Tribunal Supremo Electoral (TSE). Luego, hubo dos alianzas de dos partidos cada una, para quedar al final 22 contendientes: 20 hombres y dos mujeres. De esos 22 solamente dos pasaron a la segunda ronda: la candidata de la Unidad Nacional de la Esperanza (UNE), Sandra Torres, y el candidato de Movimiento Semilla, Bernardo Arévalo.
Es la tercera ocasión en que Sandra pasa a segunda vuelta. En las dos elecciones anteriores (2015 y 2019), le tocó cargar la bandera de la izquierda, al enfrentarse a candidatos de la derecha más conservadora. En esta ocasión le toca cargar la bandera contraria, que trae incluido el peso de escándalos de corrupción de su familia y sospechas de vínculos con el crimen organizado, además de una opaca alianza con las iglesias evangélicas.
El Movimiento Semilla surge de las movilizaciones sociales de 2015 contra la corrupción y la impunidad. Aparentemente ha logrado trascender la dicotomía guerrilla-ejército (o comunismo-imperialismo, o indígenas-criollos, según el enfoque), trazando una línea clara en contra de la corrupción, con proyección en el fortalecimiento del Estado, apostando por la paz, la pluralidad y la democracia con justicia social y respeto a la naturaleza. Bernardo Arévalo, su candidato, además de tener mucha experiencia en procesos de paz y un doctorado en filosofía y antropología social, es hijo del primer presidente electo de Guatemala y nació en el exilio, luego del golpe de Estado en contra del presidente Jacobo Árbenz, perpetrado en 1954. Las encuestas previas a la primera vuelta lo colocaban en penúltimo lugar, con menos del 2% de intención de voto. Ahora está en el balotaje.
Lo tercero: el voto nulo
Los votos nulos sumaron 954 mil 666 (a los que habría que sumar los votos en blanco, que fueron 384 mil 330). Es brutal, sobre todo porque ninguno de los 22 candidatos superó esa cifra.
En parte, esto se debió a que las encuestas daban como posibles ganadores a candidatos muy cuestionados por sus nexos con el crimen organizado y con antecedentes de corrupción. Pero también fue resultado del llamado a anular que hizo el partido MLP (Movimiento por la Liberación de los Pueblos), uno de los principales partidos de izquierda, con arraigo entre la población rural e indígena, luego de que el TSE rechazó la inscripción de su candidatura presidencial. Demostraron su fuerza y quedó claro su punto, pero fue una victoria pírrica, pues el MLP perdió el registro como partido político, al no tener suficientes votos ni ganar ninguna diputación.
El próximo 20 de agosto ese millón de votantes autoanulados deberá tomar una decisión que definirá el futuro no solamente de Guatemala, sino de toda la región.