Al analizar los logros del obradorismo en apenas dos décadas, desde el desafuero hasta el presente, con una mayoría calificada en el congreso capaz de modificar la constitución, es posible considerar este movimiento como una auténtica revolución política. Las acciones del gobierno y su potente estrategia comunicacional han expuesto con claridad los negocios realizados bajo la protección del poder oligárquico y las resistencias que las élites mexicanas y globales han ofrecido ante cada intento de avanzar en procesos de renovación.
Durante las conferencias matutinas, hemos seguido de cerca la evolución de las obras prioritarias del gobierno. Al mismo tiempo, fuimos testigos del uso sistemático de amparos como herramienta para frenar cualquier avance, especialmente bajo la falsa lucha contra el cambio climático. O bien, la intervención sobre políticas energéticas con tendencia soberana. Un claro ejemplo de esto es el papel de la Suprema Corte en la defensa del capital privado, bajo el argumento de que la libre competencia es un derecho humano fundamental, como se observó en la discusión sobre la industria eléctrica.
En el ámbito fiscal, se ha demostrado cómo el poder judicial ha servido para evitar que grandes corporaciones paguen sus impuestos y para permitir que casos de graves ecocidios, como el del río Sonora, con responsabilidades atribuibles al Grupo México, queden impunes. Prácticas como los “sabadazos” y la liberación de delincuentes también han impactado negativamente en las estrategias de pacificación del país.
¿Qué conecta todos estos elementos? El poder judicial ha sido un obstáculo para los procesos necesarios de renovación de nuestro sistema republicano. De aquí que postulemos que no sólo se trata de una transformación interna del propio poder judicial —marcado por el nepotismo y la corrupción, que inhiben el acceso a la justicia para quienes no tienen “contactos” o dinero—, sino también de su impacto en la economía a través de un sistema de justicia democrático. Esto permitiría crear mejores condiciones para el mercado interno, las pequeñas y medianas empresas, y facilitaría una intervención económica más dinámica, alineada con políticas de Estado orientadas a reorganizar las economías regionales y a revisar, eventualmente, el pacto federal.
El momento es propicio: desde el 5 de febrero, un conjunto de reformas constitucionales acompaña a la reforma judicial, todas orientadas a una rápida reestructuración de la república. Esta renovación es crucial, no sólo para fortalecerla, sino también para enfrentar con mayor solidez la renegociación del Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC) y promover un nuevo tipo de empresas en el país. Esto es especialmente relevante en el contexto del nearshoring, que atraerá inversiones de otras regiones, junto con nueva tecnología y formas innovadoras de organización del trabajo que podrían elevar la competitividad sistémica de México. En suma, nos encontramos en un momento decisivo en el que la revolución política puede dar paso a una revolución económica.
Los tiempos son propicios para que cambie lo que debe cambiar. No es casual que, en vísperas de la aprobación de la reforma judicial, se hayan recrudecido los llamados de la oposición al linchamiento y los lamentos catastrofistas que claman que esta reforma ha llegado a destrirlo todo, incluso a la república misma. En realidad, esto es un signo positivo: la cuarta transformación ha llegado, al término del presente sexenio, a trastocar genuinamente las fibras más sensibles del viejo régimen. De ahí que esta reforma contenga efectos históricos para el futuro económico de México. Para algunos es el fin de la república, para otros es el inicio de otra vida republicana, una que se prepara para sumergirse en el siglo XXI.