¿Y dónde quedó la libertad?

Columnas Plebeyas

En 2013, Charlie Brooker, creador de Black Mirror, nos advertía: “En estos momentos somos  como niños en un planeta en el que todos los adultos se han marchado y nos han dejado sin supervisión”. Pero, no hablamos de niños cualquiera, sino de los que siempre buscan evadir las consecuencias de sus decisiones.

En una actitud similar, ciertos grupos políticos, particularmente identificados con la ultraderecha, han comenzado a hablar de la libertad como el valor supremo que es necesario imponer a todo régimen político. Con la misma desfachatez con la que Javier Milei caricaturiza la libertad, lo hace Jair Bolsonaro o Nayib Bukele, por dar algunos ejemplos. Por supuesto, reducen este valor a un supuesto mínimo, la libertad de mercado: dejar hacer, dejar pasar (a las mercancías). La historia nos dejó claro que la desregulación del capital va de la mano de una sobrerregulación de las poblaciones.

Más allá del discurso, el neoliberalismo nunca implicó la desaparición del Estado, únicamente la eliminación de las funciones sociales para concentrarse en las funciones de control y vigilancia. Eso fue evidente desde la dictadura chilena o las cuatro décadas anteriores en México, epítome del libre mercado.

A las izquierdas latinoamericanas les ha costado mucho trabajo crear una contranarrativa efectiva que neutralice este relato de ultraderecha, pues sienten que atentan contra uno de los pilares fundacionales. Esta incapacidad, en gran medida, surge de la imposibilidad de construir proyectos comunes y de conectarlos con otros valores como la igualdad y la fraternidad.

Arthur Schopenhauer representó con bastante claridad el problema de la libertad en su “dilema de los erizos”. Cuando los erizos están demasiado cerca se lastiman entre sí, pero si quedan demasiado lejos se mueren de frío. La ilusión de una libertad sin límites, que no invade a los demás, sólo tiene sentido si se niega el principio que une a toda sociedad: el ser humano es una especie interdependiente, tanto que de ello depende su sobrevivencia.

Para muchos, es muy claro lo que significó el neoliberalismo en términos económicos. Su fracaso fue tan grande que sus promotores sólo lo reivindican con eufemismos. No tanto por el escaso crecimiento, sino por el deterioro constante de la calidad de vida de las grandes mayorías. Sin embargo, en términos culturales, permeó fuertemente entre ciertos sectores. Hablamos, obviamente, de los wannabes -últimamente, mejor conocidos como aspiracionistas.

Aunque debería estar de más la aclaración, en el contexto actual es pertinente hacerlo. No se critica el justo derecho de aspirar a una vida mejor, sino del autoengaño, aspirar un estilo de vida e ignorar las condiciones políticas y económicas que lo hacen inaccesible.

Entre ellos, Milei encontró una base sólida. A pocos les importan los delirios y errores del candidato, pues pesa más su reivindicación a la postura egoísta de mirar por uno mismo. Muy probablemente, en un futuro cercano, seremos testigos de cómo se sacrifican derechos tangibles por una libertad meramente discursiva.

La postura fácil es culpar al pueblo. Sin embargo, lo cierto es que las promesas incumplidas son terreno fértil para las promesas vacías. En el ascenso de Milei, debemos tener presentes los errores cometidos por el gobierno de Alberto Fernández, pero, no debemos ignorar la complacencia de una izquierda radical que allanó el camino de la ultraderecha. Justificándose en la libertad de expresión se desentiende de los efectos de su crítica.

En México, estos relatos aspiracionistas parecen tener poco asidero. Las acusaciones de nepotismo que rondan sobre Xóchitl Gálvez eclipsan la narrativa de la niña que vendía gelatinas. No sólo son sus errores y contradicciones constantes, también se debe a que su visión del mundo genera poca simpatía. Su peor enemiga es ella misma tras un micrófono, hablando libremente.

Mientras la derecha sigue apelando a una falaz libertad excluyente de la “self-made-woman”, que contrasta tajantemente con un proyecto colectivo. Con el “Bienestar”, se ha evitado la trampa del individualismo exacerbado y la falacia de la meritocracia. Por eso, para una gran parte de la población carece de sentido renunciar a todos sus derechos en nombre de una ilusión.

El gran reto de la Transformación, es mantener una narrativa que continúe siendo verosímil para los sectores populares, donde la libertad sea la condición de posibilidad de una convivencia que contenga a la ultraderecha que, en casi todo el mundo, cada día gana más espacios. Sobre todo, siempre dejar muy en claro que en nombre de su supuesta libertad se han cometido grandes abusos de poder.

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