El principio de identidad, conforme al cual toda entidad es idéntica a sí misma, aunque pareciera tener únicamente repercusiones lógicas y filosóficas tiene asidero en la realidad. Se encuentra regulado en el artículo cuarto de la constitución como un derecho humano. El derecho a la identidad, en términos legales y políticos, se traduce en la facultad de ser identificado individualmente en sociedad: el derecho a ser uno mismo y no ser confundido con otro.
El derecho a la identidad es protegido por el Estado mediante todos aquellos actos que nos individualizan como personas y que nos distinguen de los demás. Para ello, se nos ha asignado una Clave Única de Registro de Población (CURP), una clave del Registro Federal de Contribuyentes (RFC), un número de seguridad social, uno de pasaporte, etcétera. Sin ellos no sólo no podríamos identificarnos, tampoco podríamos ejercitar derechos o cumplir con nuestras obligaciones frente al Estado. Son la puerta de entrada para recibir servicios de salud, migrar, votar, pagar impuestos. y un larguísimo etcétera.
Hay un problema. El derecho a la identidad de los mexicanos se encuentra —por decirlo de algún modo— pulverizado. Tenemos tantos números y claves como servicios presta el Estado para nosotros. Carecemos de un registro único de identidad como el Documento Nacional de Identidad de los argentinos y los alemanes o la Cedula de Ciudadanía colombiana. Por ello, contrario a toda lógica e inclusive en contravención a lo señalado por la ley, los mexicanos utilizamos como identificación oficial para todo tipo de trámites aquella que es emitida por el Instituto Nacional Electoral (INE). Ese es su nombre: credencial para votar.
Al menos desde 1992 existen intentos para crear una Cédula de Identidad Ciudadana. Por aquel entonces, un artículo transitorio de la ley general de población ordenó al entonces Instituto Federal Electoral (IFE) poner a disposición su base de datos para tales efectos. La autoridad electoral no cumplió. El fantasma del supuesto fraude de 1988 y el temor a proporcionar los datos a la Secretaría de Gobernación (Segob) —autoridad encargada del Registro Nacional de Ciudadanos— venció a la norma. Fue el primero de varios intentos fracasados.
La desconfianza en las autoridades no ha abandonado a los mexicanos. Como muestra, un botón: la tradición de la suspicacia y la incredulidad hirió de muerte hace un par de meses al Padrón Nacional de Usuarios de Telefonía Móvil (Panaut), que buscaba ser utilizado por las autoridades para prevenir y perseguir delitos, particularmente extorsiones telefónicas.
Contar con una Cédula de Identidad Ciudadana cobra especial relevancia en un país con una crisis de desaparecidos como el nuestro. Una identificación única que nos individualice e incluya datos biométricos facilitaría los esfuerzos de búsqueda e identificación. Tal empeño, claro, habría de caminar de la mano con estrategias confiables de almacenamiento, tránsito y uso de datos, que reconozcan la importancia de los datos personales y la —para nada infundada— desconfianza nacional.
Así las cosas. Los mexicanos aceptamos —sin siquiera leer— avisos de privacidad a diestra y siniestra. Regalamos nuestros datos personales, incluyendo nuestra huella dactilar y otra información biométrica, a Amazon, Apple, Samsung y cualquier otra entidad con algún grado de “renombre”. Pero esa lógica de confianza, enteramente privada y mercantil, no parece aplicársele a los servicios del Estado.
Hoy la base de datos más importante del país — aquella mediante la que el Estado cumple medianamente con su obligación de reconocer nuestra identidad— está en manos de una autoridad en la que la mitad de la población no confía: la electoral. A qué lugares tan oscuros nos lleva el miedo.