Me encontraba ahí, como siempre, enfrentando la eterna lucha entre el Bien y el Mal.
La que se combate todos los días, en las acciones cotidianas no menos que en las peleas más épicas, que son narradas por los grandes poetas.
A las personas comunes nos toca enfrentar dilemas aparentemente imposibles de resolver. Y cuando pasa eso, se me viene a la mente aquella parábola zen que he leído muchas veces y que me gusta tanto. La que habla de un hombre que, caminando por un campo, se encontró a un tigre. Empezó a correr para escapar del felino, que lo venía persiguiendo, y al llegar a un precipicio se agarró de la raíz de una vid silvestre y se dejó colgar por la orilla. El tigre lo olfateaba arriba de su cabeza, y mirando hacia abajo notó que en el fondo del abismo había otro que lo esperaba para devorarlo. Su vida estaba colgada de esa pequeña vid. En un cierto punto aparecieron dos ratones, uno blanco y uno negro, y empezaron a roer poco a poco la vid.
Cuando llego a este punto siempre me imagino al hombre como si fuera italiano, mexicano también podría ser. No me lo imagino japonés o chino. El italiano mexicano me lo figuro ahí, imprecando, emputándose por su mala suerte, por lo absurdo de sus desgracias.
Pero luego la historia zen sigue y es cuando me transforma. Nos habíamos quedado en los ratones royendo la planta.
Esto me recuerda otra historia, que me contó una vez Tethrit, una mujer berebere, mientras tomábamos un té de menta en las calles de Argel.
Es la historia de un hombre en medio del desierto que había perdido su mehari, es decir, su camello, y una noche lo vio regresar. Junto con el animal, llega un gigante, comparado con el cual, el hombre tiene el tamaño de un ratón. Asustado, le pregunta si el camello blanco es realmente el suyo y expresa su impotencia frente a un ser tan imponente. Entonces el gigante le cuenta una historia.
El camello El Albiodh, que significa blanco, se había perdido y llegó a un oasis donde le dieron de beber. Las mujeres de la casa al principio lo recibieron con cariño y lo mimaron, pero después de un tiempo empezaron a tratarlo como un juguete. El Albiodh vivía en un castillo con enormes jardines, pero añoraba el desierto y soñaba con escapar y reconquistar la libertad. Extrañaba los espacios abiertos, respirar el olor de la arena, soñaba con las noches estrelladas, la paz del silencio, los campamentos, los fuegos que se prenden de noche, las ramas secas, amargas, llenas de sal, que podía pasar horas masticando.
Las prepotencias de las patronas aburridas aumentaban, hasta que un día conoció a un ratón muy listo que vivía en el castillo. El ratón se llamaba Far y a él le encantaba vivir allí, porque era chiquito y listo y lograba todo el tiempo robarse comida deliciosa.
Un día el ratón Far llegó asustado porque se enteró de que las señoras iban a adoptar un gato y decidió que había llegado el momento de escaparse con su amigo camello.
Después de largas peripecias, el camello, con la ayuda de Far, logró llegar al campamento de su amo, que incrédulo le preguntó al gigante, que en realidad era un djinn, si se trataba de su querido El Albiodh.
Como en todas las historias, también la que me contó Tethrit tiene una moraleja, sé que me la dijo, pero ahora no logro recordarla.
De todos modos, lo que les estaba contando yo era la historia del hombre que se había quedado agarrado de una raíz de vid roída por un ratón blanco y uno negro, perseguido por un tigre y colgando arriba de un barranco en el que lo esperaba otro tigre. En ese momento, el hombre vio que a un lado de la planta de vid había una fresa silvestre bien roja y madura. Soltó una mano de la raíz y la extendió para alcanzar la fresa. Sin esperar más, se la comió. ¡Estaba deliciosa!
(Si me preguntan a mí, no sé nada de camellos, de gigantes, de tigres o de ratones. Pero me deleita la dulzura de las fresas silvestres).