Golpe de Estado. El término suena tan final, tan —valga la redundancia— terminante. Incluso por separado, sus palabras componentes tienen peso. Golpe. Estado. Aquí —y valga otra vez la redundancia— no parece haber término medio.
Érase una vez en América Latina que los golpes eran precisamente así: finales, terminantes. O así parecían. El golpe de Estado de Brasil de 1964 duró 21 años. El de Chile de 1973, 17 años. El de Uruguay del mismo año, doce; y el de Argentina, perpetrado tres años después, siete. El golpe de Guatemala de 1954, orquestado por la Agencia Central de Inteligencia de Estados Unidos (CIA, por sus siglas en inglés), en apoyo a la empresa United Fruit, derivó en una guerra civil que no concluyó hasta 1996. Todos esos procesos, y más, implicaron tortura, desapariciones e incontables muertos, seguidos por un tortuoso camino de regreso a la democracia.
Pero algo ha pasado en la región en la última generación: los golpes han perdido sus garras. No todos, por supuesto. Pero sí en demasiados casos para ser casual: algo que pretendía ser final y terminante, ha resultado contingente, incluso reversible. El golpe de Bolivia de 2019, que empezó con una biblia descomunal entrando en procesión en el Palacio de Gobierno, terminó apenas un año después con la elección de Luis Arce y el arresto de Jeanine Áñez y varios más de su régimen usurpador. El golpe constitucional de Brasil, que empezó con el impeachment contra Dilma Rousseff y prosiguió con el encarcelamiento de Luiz Inácio Lula da Silva, dio un vuelco dramático con el insólito regreso de este último a la presidencia tras ganar las elecciones del 2022. Incluso en el asediado y atribulado Honduras, el golpe que sacó a Manuel Zelaya en su pijama culminó en la elección de su esposa como presidenta, junto con la extradición de su predecesor, Juan Orlando Hernández, a Estados Unidos.
A veces, la velocidad de los eventos ha dejado sorprendidos a los mismos actores. Cuando Hugo Chávez regresó al poder en tan solo 48 horas, tras el golpe fallido de 2002, afirmó: “jamás me imaginé que regresaríamos tan rapidito”. Dos décadas después, y a pesar de los mejores esfuerzos de Estados Unidos y la Unión Europea (incluyendo otra tentativa de golpe), su delfín Juan Guaidó ha quedado en el ridículo absoluto.
Pidiendo prestada una metáfora epidemiológica en esta época de contingencias sanitarias, podríamos decir que a raíz de tanto golpe América Latina ha empezado a desarrollar sus propios anticuerpos. Pero eso restaría agencia a los millones de personas que lucharon, en esta generación y en las anteriores, para restarle el aguijón a esta maquinaria de muerte. Sin duda, el internet y las redes sociales han contribuido; aunque, como vimos con los trágicos reveses de la Primavera Árabe, el internet en sí no es suficiente.
Podemos aventurar muchas hipótesis acerca del porqué del fenómeno en América Latina: la organización comunal, la condición poscolonial, la resistencia indígena, los líderes carismáticos, las desigualdades históricas agravadas por las décadas del neoliberalismo. Un hasta aquí con la hidra tricefálica de clasismo, el racismo y la corrupción. Por las razones que sean, esto es algo inédito. A su vez, la naturaleza de los golpes ha cambiado. Al pasado quedan relegados los grandes espectáculos militares (malas relaciones públicas) para ser reemplazados por el lawfare, la guerra híbrida, las variantes mediáticas y judiciales. En lugar del golpe único, el golpeteo constante.
Y ahora toca el turno a Perú, donde los manifestantes se resisten tanto al régimen de Dina Boluarte como al canto de la sirena que asegura que todo fue legal, todo según las reglas, todo según los mecanismos institucionales y constitucionales. En la época de los golpes llamados “suaves”, ese canto es igual de peligroso que las balas y las tanquetas. Pero ya no convence tanto: el pueblo, dijera alguien, es mucha pieza.