¿Desde dónde partimos para la transición energética?

Columnas Plebeyas

Con el fin de este sexenio a la vuelta de la esquina, hay quienes esperan el retorno a una política de transición energética previa al 2018. Pero la política de transición de la liberalización se trataba de una visión anquilosada y temerosa del cambio, fundada en un proyecto de marginalización del estado y que auguraba un México como comprador de tecnología. Hoy es más evidente que la profunda transformación de las economías requiere pensar en un Estado más involucrado y en mercados que funcionen bajo el principio de solidaridad. Ambos –más Estado y más solidaridad– son contrarios a la idea de mercados energéticos libres y predominantemente privados.

Voy a empezar con una provocación. Aunque no suele ser lo que escuchamos en los medios, el gobierno de México está políticamente menos sujeto a los intereses de la industria petrolera que en el pasado, y que en países como Estados Unidos y Canadá, por mencionar a nuestros socios cercanos. Se describe al gobierno mexicano como sujeto al interés de la industria petrolera especialmente por tratar de fortalecer financiera y operativamente a Pemex, así como por la política de re-localización de cadenas de valor del sector petrolero dentro del país. Pero en realidad fue la reforma energética de 2013 la que tuvo como propósito anclar el desarrollo del país en el sector petrolero –a través de la promesa de transformar a México en Texas.

En cambio, la política actual tiene como objeto limitar y ordenar la inversión privada en la extracción de petróleo. ¿No es ésta una base más sólida para la ambición de transitar un sistema energético menos contaminante? Me parece que esta pregunta nos da la pauta para discutir las bases sobre las que se puede plantear un proyecto sólido de transición energética.

En la Conferencia diplomática de cambio climático en Emiratos Árabes Unidos, en diciembre de 2024, se llegó, finalmente, al compromiso de reducir el consumo de combustibles fósiles de manera gradual, ordenada y equitativa. Y entre las iniciativas más ambiciosas a nivel internacional está la propuesta de un Tratado de No Proliferación de Combustibles Fósiles. Colombia, un país exportador de petróleo, ha sumado su intención a la de muchos otros de formar parte del posible Tratado. México todavía no lo hace. La propuesta de Tratado tiene como objetivo coordinar, con principios de equidad internacional pero también urgencia, el decrecimiento de la industria del carbón, petróleo y gas.

En la práctica, México tiene mucho qué aportar para la construcción de esa agenda ambiciosa y equitativa para reducir el uso de combustibles fósiles. Primero, México puede y debe planear el fin de la vida útil de sus carboeléctricas (que además funcionan principalmente con carbón importando). Pero más importante aún es que México activamente ha propuesto como principio la producción de hidrocarburos a un nivel equivalente al consumo.  Y esta es la base para una propuesta de transición para dejar los fósiles.

Tomemos como ejemplo a Estados Unidos. El gobierno federal de ese país ha decidido limitar nuevas concesiones para extraer hidrocarburos en tierras de propiedad del gobierno, pero se promueve la expansión de producción de combustibles fósiles a través de su régimen de propiedad e impuestos. Estados Unidos ha incrementado su producción de hidrocarburos en más de un tercio desde la firma del Acuerdo de París en 2015; es el principal productor en el mundo, y exporta más del doble de petróleo de lo que México produce en su totalidad. En México, en cambio, el gobierno ha asumido el papel de orquestador de una industria más modesta, y ha decidió suspender las rondas petroleras, es decir, los procesos por medio de los cuales el gobierno otorga el derecho a empresas privadas para explorar y explotar hidrocarburos. La visión del gobierno ya no es la de producir todo lo que sea posible, sino solamente lo necesario para abastecer la demanda nacional. Esta visión es radical y ha sido muy criticada por empresarios. Pero es justamente lo más cercano a un principio de equidad internacional y orden en el decrecimiento del sector hidrocarburos.

Pero para que esto tenga sentido debe reducirse el consumo de combustibles fósiles. Algunas fortalezas ya incluyen una larga historia de la ingeniería mexicana trabajando sobre eficiencia energética, así como la ausencia de subsidios a las gasolinas –excepto cuando sirve a luchar contra la inflación.  El impulso al transporte eléctrico que se ha implementado en los últimos años en la Ciudad de México, y a los proyectos ferroviarios del gobierno federal, pueden ser un punto de inflexión en el consumo de combustibles fósiles, pero estos son sólo el inicio de transformaciones más profundas.

Uno de los aspectos que han generado más discusión es sobre las políticas necesarias para el sector eléctrico. Desde 2008, la promoción de proyectos de energía solar y eólica han dependido de esquemas que en los que CFE asume subsidios o riesgos para proyectos privados. Primero, subsidios a grandes consumidores de energía y generadores llamado “autoabasto”, un eufemismo para contratos entre privados subsidiados. Este mecanismo ha creado desorden en el sistema eléctrico durante ya más de una década. El segundo instrumento es el de las subastas de energías renovables en la que las empresas generadoras compiten por contratos –efectivos para asegurar precios más bajos, pero asignando riesgos de mercado y operativos principalmente a CFE. En 2018 el gobierno decidió suspender nuevas subastas y tratar de ordenar los antiguos contratos de autobasto. Y en la práctica, el crecimiento de proyectos de energía renovable se ha desacelerado.

La respuesta, sin embargo, no es regresar a un escenario pre-2018, en que CFE asume riesgos para fomentar la inversión de renovables de privados. Porque estos modelos son insostenibles en el largo plazo, pues imponen costos para CFE, los consumidores o el gobierno. Pero hay maneras de mejorar el sistema, pensando el sistema eléctrico como un sistema solidario. De regresar las subastas de energías renovables, el mecanismo debe reformularse para que todos los consumidores de energía (y no sólo CFE) contribuyan a pagar la energía generada y los nuevos costos que tendrá expandir el sistema de redes eléctricas, fuentes complementarias de energía, y hasta nuevas formas almacenamiento. Lo que es ahora más claro que nunca es que se requiere un alto nivel de planeación y coordinación del Estado, de instituciones públicas para expandir energías renovables como solar o eólica, pero también para desarrollar grandes campañas para desarrollar fuentes de geotérmica, considerar echar a andar un programa de energía nuclear, y en general transformar el sistema eléctrico. No es la mano invisible, sino la mano visible de los ingenieros en instituciones públicas como la Comisión Federal de Electricidad, el Centro Nacional de Control de Energía o el Instituto Nacional de Electricidad y Energías Limpias son quienes en la práctica resolverán muchos de los problemas de mantener un sistema eléctrico confiable, y no la mano invisible del mercado. El mercado y la competencia son un instrumento, mas no el fin, de la industria energética.

Uno de los beneficios de recuperar el papel del Estado es promover el desarrollo de cadenas de valor locales –una agenda que se abandonó desde la década de 1990 –con excepciones en equipos eléctricos. Pero este tema merece un artículo propio porque el auge de la relocalización de las cadenas de valor nos ha puesto sobre la mesa la pregunta ¿cómo manufacturar en México la transición energética en América del Norte?

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