De votos, devotos y patrones (de conducta)

Columnas Plebeyas

El voto es una acción de entre cinco y 15 minutos que hacemos una vez cada tres años. Hay quien piensa que la magnitud de tamaño esfuerzo es suficiente para que cambie la realidad circundante o para que toda la burocracia se mueva a nuevas velocidades o para que todas las leyes cambien a nuestra conveniencia personal. Naturalmente, todas esas personas terminan decepcionadas de la inutilidad de su sufragio.

Un voto (nuestro voto, pues) tampoco sirve para mucho. La presidencia se va a definir por una diferencia de millones de boletas, quizá un par de decenas de millones; las gobernaturas y alcaldías de la Ciudad de México, por decenas de miles, y las presidencias municipales por miles o cientos. Así que nuestro un voto no va a “marcar la diferencia”. Pero no es que nuestro un voto no cuente: cuenta para la suma y la suma es la que marca la diferencia. Contamos siendo miles, es una acción colectiva de suma de individualidades.

Hay quien lo ve como un contrato de prestación de servicios: “yo caminé a la casilla, hice fila y marqué una boleta un día; por tanto, la persona elegida me debe obediencia y este burócrata que tengo en frente debería de sonreírme”. La frase sobada del “mandato de las urnas” se ha traducido en “son mis empleados”. Ciertamente los funcionarios públicos (las personas electas y las trabajadoras al servicio del Estado) tienen obligaciones por ley, y ciertamente las personas electas tienen la obligación de cumplir con el programa planteado. Ese es el mandato de las urnas: de entre las diferentes posibilidades de conducir el gobierno, la mayoría elige una. Eso es lo que mandan las urnas, donde gana una opción, pero en el ejercicio participamos todas y todos.

No es tan complicado, creo. Lo que sí es complicado es entender cómo llegaron a la conclusión de que “son mis empleados”. Usted es el mandante, ellxs lxs mandatarios, pero es de un mandato específico establecido ese día de la elección. A eso están obligadas, no a sonreírle cuando va a la ventanilla, no a barrer su banqueta de una forma especial, no a darle una beca nada más a usted porque usted se la merece y los demás no. Si un día decide que quiere cambiar ese mandato por el que votó, recuerde que se establece no por su voluntad, sino por la de millones. Así que para que su “empleado” obedezca, deberá ponerse de acuerdo con más o menos unas 30 millones de personas y convencerles de exigir un cambio en la ruta marcada.

Por supuesto que del otro lado también se cuecen habas. “Ya votaron por mí, ahora se aguantan todos estos años a que yo haga lo que quiera, incluso darles órdenes insensatas”. La persona es elegida para llevar a cabo su programa de gobierno, dentro del estrecho margen que le permiten las leyes existentes. Pero muchas veces se creen que el mandato es una corona que les hace mandantes-mandatarios-mandones. Es un programa de conducción de gobierno, no son promesas. Perdón el pragmatismo, pero muchas veces parece un capítulo de novela rosa de virtudes recompensadas, donde hay príncipes encantadores que salvarán el día, figuras inmaculadas de todo pecado y promesas de decir verdad y cumplir lo pactado, que suele terminar en corazones rotos, “parejas” (porque le leyeron sus votos) despechadas, engañadas, traicionadas. “Me mintió”, “no me cumplió”, “se fue con los otros”, “no era tan pura como parecía”.

Lo peor es cuando se analiza la violencia a partir de esos parámetros corintelladenses de maldad y traición romántica y no desde una perspectiva legal o de gobernanza o de derechos humanos.

Total, que navegamos entre esas aguas turbulentas donde “votar” sigue estando más cerca de aquella acción antigua de prometerse cosas de forma solemne (sea a una pareja o a una divinidad) de la cual esperamos la solución a todos nuestros problemas, y al parecer todavía estamos muy lejos de significarlo un compromiso colectivo de empujar el barco entre todas y todos rumbo a la ruta propuesta.

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