La concentración contra la cuarta transformación del 26 de febrero, celebrada en el Zócalo de la Ciudad de México y otras localidades del país, ratifica que el obradorismo ha sido una sacudida tectónica en todas las capas de la sociedad mexicana. Miles de ciudadanos se manifestaron, libre y pacíficamente, no en contra de una reforma de ley electoral sino contra un gobierno. Su lema es la defensa de la democracia, su credo es la supuesta destrucción de México que el gobierno encabezado por Andrés Manuel López Obrador ha emprendido, un país que es preciso salvar del abismo con un llamado a recuperar lo perdido y comenzar a reconstruir lo que hoy está sumido en el autoritarismo.
El cauce que ha tomado el llamado plan B de la modificación electoral impulsada por el presidente sigue el proceso institucional de aprobación de la iniciativa del ejecutivo por parte de la mayoría legislativa del partido que más votos obtuvo. Las controversias a la ley han llegado a los despachos de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN). Todo aceitado como en cualquier democracia con división de poderes. El ejecutivo ha afirmado que el tema se resolverá en la Corte y que acatará la resolución, tal como ha sucedido con cada determinación del máximo tribunal durante este sexenio. La deriva autoritaria, dictatorial, represora, destructora del marco institucional que tanto sostienen los opositores de todos los colores no se condice con una lectura de simple inspección del camino institucional de esta y otras reformas de ley que han acabado en la Suprema Corte y que, por cierto, en un porcentaje mayor han sido adversas a este gobierno.
El domingo 26 de febrero se escuchaban consignas como que “el INE no se toca”, junto a “la Corte no se toca”. Fue una marcha “apartidista” donde los partidos que se manifestaban parecían ser el Instituto Nacional Electoral y la Corte. Convertir a la Suprema Corte en partido opositor a los gobiernos progresistas ha sido una experiencia catastrófica en las últimas décadas de la historia latinoamericana. La marcha en defensa del INE fue en todas sus letras un acto de presión masiva a la Corte. El templete se acomodó a un costado del edificio del tribunal. Su orador principal fue un exministro de esa Corte en cuestión, excompañero de ministros en funciones a quienes les advirtió que él sabía (sí, en carne propia, ¿y cómo no?) que estaban sometidos a muchas “presiones”. Micrófono en mano, frente a miles de personas que llenaron la plaza más emblemática de este país. Quiero pensar que el respetable José Ramón Cossío, tan dedicado a sus expedientes y sus libros de jurisprudencia, fue miope, que no mal intencionado, al mencionar la palabra “presión” cuando frente a él había una plaza que espera un solo resultado en las deliberaciones de los magistrados: la declaración de inconstitucionalidad del plan B electoral.
Después de recorrer las calles del Zócalo, escuchar las consignas, mirar a familias enteras venidas de las colonias más acomodadas de la capital, constatar cómo desde el templete se les decía que por favor dejen la plaza limpia (como si la basura fuera signo de “los otros” que llenarán la plaza en un par de semanas; no de ellos, tan civilizados y respetuosos, tan perfumados); después de echar un vistazo a la embriaguez de las redes sociales por ese Frankenstein en el que está convertido hoy el bloque opositor que celebra la “esperanza” de recuperar la libertad y a su querido México, no me cabe duda de que la grieta está abierta: México irá a las urnas el próximo año para afirmar la continuidad de este gobierno o votará por la restauración de un bloque de impresentables, nulos, y quienes juntos serán presentados en una boleta sin ninguna autocrítica previa, ni propuesta, ni alternativa, sólo un ferviente voto contra López Obrador. Esa es hoy la fuerza de la oposición que salió a las calles: no un proyecto de nación alternativo, no la autocrítica sobre el país que heredaron con la llamada “transición democrática”.
Su lema es defender la democracia, que para ellos es el INE.
No señores y señoras y jóvenes y López Dorigas y Claudios X. González y Felipe Calderones, la democracia no es el INE, la democracia no sólo es garantizar el voto un luminoso día de julio cada seis años; la democracia también es derecho a tener más de una comida al día, derecho a un trabajo digno, derecho al agua, a la salud de acceso universal, a educación pública y gratuita; democracia es tener derecho a reformar instituciones; democracia también es combatir la desigualdad social que gobierno tras gobierno se dedicó a ignorar, incrementar y solapar para saquear, en el más grave atentado de la inmoralidad política, a un país sumido en la pobreza. Democracia, señoras y señores que llenaron la plaza, no es un lema vacío para manifestar su irritación frente a un gobierno y su desprecio de lo que representa: la democracia es, como lo observó tan agudamente Alexis de Tocqueville hace casi 200 años, una forma de vida que tiene como rasgo genético “la pasión arrolladora de la igualdad”, y sólo así se convierte en una forma de vida y en un verdadero lazo social, no nada más una palabra.