La seguridad desapercibida

Columnas Plebeyas

Si uno busca la etimología de la palabra “seguridad”, descubre que sí, como muchas otras palabras, también viene del latín. Securitas deriva de securus, y eso indica la cualidad de estar sin preocuparse: Sine cura. Sin tener que tener cuidado. O sea que la seguridad en su concepto básico significa estar en una condición por la cual no sea necesario tener que cuidar de la seguridad.

¡Ah, pero esto se puede declinar de muchas formas! Porque uno podría interpretarlo como que un territorio tiene fronteras tan militarizadas, muros tan altos, fronteras tan electrificadas que es imposible violarlas y todos los habitantes de aquel territorio pueden estar tranquilos y sin cuidado porque nada les va a pasar.

Pero, como todos sabemos desde la última temporada de Games of Thrones, un muro puede ser muy chingón, hecho de hielo macizo, alto como una montaña, espeso como un atole helado, protegido por los Night’s Watch, pero siempre llegarán unos White Walkers tercos que lo brincarán, lo tumbarán y pondrán en riesgo la seguridad de los Seven Kingdoms.

Esto me hizo recordar que quería contarles una historia que me contó una vez una vendedora de azafrán en un mercado de Derbent, en Daguestán.

Me dijo que en el antiguo imperio de Persia alguna vez vivieron dos hermanos pastores en un pueblo olvidado en medio del desierto de Irán.

El mayor de los dos había logrado acumular cierta riqueza con sus ovejas, sus cabras y sus camellos. Tenía una gran casa, una familia numerosa y vivía en la comodidad. Su mayor preocupación era proteger su hogar y sus rebaños de los ataques de los predadores de la zona, despiadados y codiciosos.

El menor se conformaba con la producción de leche y quesos de cabra apenas suficientes para su supervivencia.

El primero empezó a construir cercas, bardas y protecciones. Contrató a unos mercenarios armados que vigilaran su propiedad y una pequeña fortaleza para sus familiares.

El segundo descuidaba los aspectos materiales y consideraba que no era necesario protegerse, que de su seguridad se encargaría Dios.

Un día, me contó la vendedora de azafrán, llegó al pueblo una banda de asesinos famosos en la zona. Llegaron a la casa del mayor de los hermanos y mataron a los guardias, tumbaron el cerco, robaron los rebaños, las riquezas y secuestraron a la esposas e hijos del pastor. Al final a él lo degollaron sin piedad.

Al llegar a casa del segundo hermano, hicieron una razia también con los animales del pobre hombre confiado, que fue degollado sin piedad.

—¿Entonces? —le pregunté algo perplejo a la vendedora de azafrán.

—¿Entonces qué? —me contestó ella.

—Entonces, ¿cómo acabó la historia? ¿Cuál es la enseñanza?

—No sé. Yo sólo vendo azafrán.

(Si me preguntan a mí, diría que ni muy muy, ni tan tan. Pero no sé. Yo sólo vendo palabras)

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