¿A quién le creemos?

Columnas Plebeyas

En estos días nos movemos de una verdad a otra. Hay decenas de versiones en disputa que se mueven entre verdades obtenidas a través de la tortura y argumentos de autoridad, y otras verdades documentadas, validadas y consensadas. Los grupos políticos no tienen empacho en manosearlas, desgarrarlas o lucrar con ellas. Parece que no buscan construir una verdad para, como dice el clásico, hacernos libres, sino para destruir al oponente.

Cada nuevo dato que se presenta a refutar la “verdad histórica” de Jesús Murillo Karam nos confirma dos viejas percepciones —casi atávicas— que nos han susurrado todos los días de nuestra vida: “el gobierno miente” y al mismo tiempo “el gobierno lo sabe todo”. Juzgamos cada palabra dicha por cualquier autoridad con la suspicacia que da el saber que nos han mentido antes. A las graves violaciones a los derechos humanos cometidas por policías, militares, jueces y funcionarios de todo los niveles en la desaparición de estudiantes se suma otra: el derecho a la verdad. Nos quitaron la certeza y nos arrebataron la posibilidad de saber, lo cual aleja aún más la posibilidad de justicia.

El informe presentado por la Comisión para la Verdad y el Acceso a la Justicia (CoVAJ-Ayotzinapa) busca restaurar ese derecho a partir de una documentación rigurosa, de presionar para una efectiva colaboración intersecretarial y de incluir líneas de investigación demandadas por las familias; busca acercarse a lo que podríamos llamar una verdad concluyente.

Pero muchos no quisimos ya no digamos creerla, sino enterarnos de ella. Las filtraciones del periódico Reforma dejaron ver que diversos sectores —incluidos periodistas, opinadores y políticos— no leyeron el informe y tampoco se enteraron de varias notas publicadas por la prensa que sí lo leyó, donde se planteaban los principales descubrimientos que un mes después el diario regiomontano presentaría como novedad. Ignoramos el informe de la CoVAJ cuando lo presentó el subsecretario Alejandro Encinas y sin embargo le dimos calidad de verdadero e irrefutable cuando fue presentado en formato de chisme.

La verdad es sospechosa si la dice el funcionario de gobierno, pero esa misma verdad se vuelve cierta, definitiva, si se arrebata, si es producto de un robo. Aceptamos que la palabra verdadera nos ilumine si viene ardiendo en una rama de cañaheja como aquella que Prometeo robó del Olimpo. Aceptamos las pruebas y evidencias que presenta la Comisión siempre y cuando vengan acompañadas de un agravio a la figura gubernamental, esa entidad que posee la verdad verdadera, que decide cuánto y cómo accedemos a ella.

Ante el agravio al derecho colectivo a la verdad ahora queremos la verdad a detalle, no parece ser suficiente la acreditación de la tortura, sino que queremos saber los instrumentos usados. Nuestro consumo de nuevas posibilidades de verdad anima a nuevas sustracciones de información que de nuevo escarben en la herida que ya sabemos que existe. El asunto es preguntarnos cuánto será suficiente, cuándo consideraremos que se ha robado la suficiente verdad, sabiendo de antemano que cada nuevo detalle implica dolor y sufrimiento.

Entonces la cuestión no debe ser a quién le creemos o a quién le queremos creer, sino cómo contribuimos a erigir entre todas y todos una versión de los hechos que brinde —a las víctimas y sus familias en primer lugar— justicia y dignidad. Encontrar una verdad, como dijo Walt Whitman, que satisfaga el alma.

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