La gran tragedia de nuestros tiempos es que somos la sociedad que más recursos ha invertido en su seguridad pero que se siente más amenazada. Como una tragedia griega, entre más nos intentamos alejar del destino, más cerca se encuentra. Pareciera que los riesgos se multiplican al mismo tiempo que se construyen muros, se instalan cámaras o se contratan policías.
El Estado fue pensado como la instancia que aplicaba la mano dura, pero también que garantizaba derechos. Con la hegemonía del neoliberalismo se enfatizó ese primer rasgo en detrimento del segundo. Este hecho fue más marcado en los Estados que, como México, delegaron todas sus funciones al mercado. Los neoliberales convirtieron al Estado en una maquinaria de exclusión y de reclusión.
Desde la década de 1990, hemos experimentado una expansión sin precedentes de las tareas policiales, ahora se involucran en casi todos los aspectos de la vida social. Recordemos que la Guerra del Golfo se presentó como una modesta operación de seguridad; desde ese momento, Estados Unidos se erigió como policía del mundo, iniciando una etapa en la que se multiplicaron las violaciones a los derechos humanos.
Más que una militarización de la seguridad, vivimos un “policiamiento” de los ejércitos. Los defensores de las policías civiles parecen olvidar que desde su origen están íntimamente vinculados al estado de excepción, es decir, la suspensión de garantías y derechos “en nombre de la seguridad”.
No olvidemos que durante la guerra contra el terrorismo los centros de detención “especiales” eran operados por la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por sus siglas en inglés) estadounidense, una institución de naturaleza civil. Si se implementó tortura u otros tratos inhumanos no fue por iniciativa de los militares, sino por instrucciones directas de la CIA.
Otro referente que muestra el íntimo vínculo entre los cuerpos policiales y el estado de excepción es el régimen nazi: el exterminio de millones de personas fue operado por cuerpos policiales de carácter civil. Esta tarea fue pensada como una acción de seguridad interior necesaria para garantizar la integridad del Reich. Se suprimieron los derechos para ampliar la capacidad de acción de los cuerpos de seguridad.
La discusión sobre la Guardia Nacional se perdió en el falso debate entre lo civil o lo militar. El ejercicio estatal de la violencia siempre implica el enorme riesgo de violar los derechos fundamentales, sin importar que esta sea ejecutada por cuerpos civiles o militares.
Al igual que en los cuerpos civiles, con los militares también puede moderarse el uso excesivo de la fuerza. El mayor riesgo de la Ley de Seguridad propuesta por Felipe Calderón no era que convocara a los militares a participar en las tareas de seguridad, sino que suponía la supresión de las garantías individuales para ampliar la capacidad de acción de los cuerpos de seguridad. En otras palabras, Calderón quería legalizar un estado de excepción permanente, y eso era igual de grave aun si no se hubiera contemplado la participación del ejército.
Aún en campaña, Andrés Manuel López Obrador admitió que el problema más difícil de solucionar era la violencia. Esto se debe en buena medida a dos motivos. Por un lado, el modelo de policía de proximidad no es muy promisorio si se considera la capacidad de fuego del crimen organizado. Por otro, el nivel de infiltración de los cuerpos civiles los volvió inoperantes.
En temas de seguridad, no hay mejor inversión que apostar por prevenir el delito. Sin embargo, son acciones cuyos efectos no veremos a corto plazo, y las amenazas del presente no pueden eludirse. Por su gravedad, no podemos voltear la mirada ante delitos como la trata de personas. Sin duda se tendrá que hacer uso de la fuerza. Pero para evitar sufrir nuevamente el efecto de la bola de nieve, tal como sucedió en los sexenios anteriores, es necesario establecer controles efectivos para los cuerpos de seguridad. Lamentablemente, aún está pendiente esta discusión.