Seguramente el mayor logro del actual sexenio es lo que Andrés Manuel ha llamado la revolución de las consciencias, es decir, que la ciudadanía se haya repolitizado, que haya recobrado el interés por los asuntos públicos.
Por casi cuatro décadas, los neoliberales promovieron la idea de que la política era sinónimo de corrupción. En su caso era cierto, pero no es la única forma de hacer política. Con cierta perversidad, incitaban a los ciudadanos a que, por pudor, se limitaran a atender sus asuntos privados y abandonaran todo interés por la esfera pública. Repitieron como mantra esta fórmula vacía: “el cambio está en uno mismo”. Se perdió de vista que el bienestar de la comunidad requería de cambios estructurales que sólo pueden lograrse de manera colectiva.
Estos grupos de poder aprovecharon el desinterés por los asuntos públicos para controlar el aparato gubernamental y, con gran discrecionalidad, promover sus intereses particulares. Sin tener que rendir cuentas a nadie, pudieron amasar grandes fortunas a costa del erario.
El Pacto por México fue la versión más burda de esta mentalidad. Los partidos que ahora son oposición asumieron que la política era la negociación entre élites. Así, se repartieron el presupuesto y los cargos, sin siquiera contemplar la posibilidad de incluir a los sectores populares. En su nombre, generarían enormes burocracias de supuestos expertos y sólo dejarían migajas. Por su individualismo exacerbado ciertamente la corrupción es inherente a la forma en que hacen política los neoliberales, pues siempre anteponen los intereses particulares sobre el bien común.
En el informe presidencial se apuntaron varios datos que demuestran la eficacia del actual gobierno para afrontar una crisis global: los ahorros generados por el plan de cero corrupción (2.4 billones de pesos), la universalización de los principales programas de bienestar (más de 23 millones de derechohabientes), la reducción de la incidencia delictiva (95 por ciento en robo de hidrocarburos, 10 por ciento en homicidios dolosos), la disminución de la desigualdad (una mejora de 2.78 por ciento en el coeficiente de Gini) o la contención del impacto de la inflación global (ocho en vez de 14 por ciento).
Sin embargo, la verdadera transformación se mira en la nueva forma de hacer política. La política, poco a poco, ha dejado de ser el botín de unos cuantos y se convierte en una corresponsabilidad compartida por todos. Por más que los partidos tradicionales hagan todo por disuadir la participación popular, las consultas, por fin, son un mecanismo efectivo mediante el que la ciudadanía puede incidir en la toma de decisiones. Tener a la ciudadanía exigiendo sus derechos y, al mismo tiempo, un gobierno con amplio apoyo popular parece una paradoja, sin embargo, es el signo que identifica los nuevos tiempos.
Quienes dominaron la política por décadas no toleran haber sido desplazados, ni que existan otros interlocutores que puedan plasmar sus demandas en la agenda pública sin recurrir a ellos. Así, se han construido proyectos tan importantes como los planes de justicia dirigidos a las comunidades originarias, sin que siquiera se note su ausencia en las mesas de trabajo.
Ya han pasado cuatro años y siguen sin comprender la dimensión de su derrota. Con ellos, fracasó su forma de mirar el mundo. Cada vez importa menos cuánto crezca la economía, pues la historia nos ha enseñado que ese fue el discurso con el que se justificó el empobrecimiento de millones. Las nuevas prioridades apuntan a mejorar las condiciones de vida. Ahora tenemos un gobierno que se preocupa por adaptar el mercado a las necesidades de la comunidad, y no al revés. No nos debería sorprender que la oposición insista en que el informe habla de otro país. Aunque en esta ocasión debemos decir que les asiste un poco la razón, pues se trata de un país que nunca se dignaron a conocer.