Los silencios del perpetrador

Columnas Plebeyas

El 2 de julio falleció Miguel Osvaldo Etchecolatz, exdirector de investigaciones de la Policía Bonaerense en Argentina. Fue un brazo activo de la represión política dirigida por la última dictadura militar, ocurrida en Argentina entre 1976 y 1983. También fue responsable del llamado Circuito Camps, en el que 29 centros clandestinos de detención funcionaron en red para secuestrar, torturar, asesinar y desaparecer a militantes y disidentes políticos. La muerte lo halló preso en una cárcel común, sentenciado a nueve cadenas perpetuas por crímenes de lesa humanidad y con juicios pendientes por afrontar.

Una semana después, la noche del 8 de julio, falleció Luis Echeverría Álvarez, expresidente de México durante el sexenio que va de 1970 a 1976. Fue uno de los principales responsables de la represión desatada contra el movimiento estudiantil y popular de 1968, y durante su presidencia se diseñó y ejecutó un plan político-militar para desarticular y aniquilar a las guerrillas y a la oposición política. Este plan incluyó secuestros, torturas y desaparición. Irónicamente, durante su mandato México también se fue convirtiendo en tierra de asilo y refugio para miles de perseguidos políticos sudamericanos, especialmente los chilenos exiliados durante el régimen de Augusto Pinochet. En consecuencia, las primeras memorias que Sudamérica heredó sobre el México de Echeverría fueron mucho más cercanas a la idea de un gobierno hospitalario que a uno represor.

Echeverría y Etchecolatz murieron en contextos de justicia diferentes, repudiados con mayor o menor visibilidad por la opinión pública de sus respectivos países. Ambos murieron como responsables por delitos de genocidio: Etchecolatz murió con sentencia firme mientras que Echeverría murió imputado, sin que la justicia llegara a tiempo para las víctimas. 

Figuras coetáneas de la represión política en América Latina, responsables de violaciones a los derechos humanos y convencidos de su actuación, jamás confesaron sus crímenes ni compartieron información concreta sobre el destino de los miles de desaparecidos. Etchecolatz murió sin decir dónde está Clara Anahí Mariani Teruggi, la bebé secuestrada en La Plata en 1976. Tampoco explicó qué pasó con Jorge Julio López, testigo clave en el juicio de 2006 que lo identificó como torturador y fusilador de sus compañeros detenidos, y al que desaparecieron tres meses después. La justicia llegó gracias a la voz de las víctimas y testigos, pero dejó un sabor amargo por todas las personas que siguen sin aparecer.

La muerte de un perpetrador tiene un gran impacto en la construcción de verdad sobre la historia reciente de nuestros países. Ese silencio, junto a las políticas de olvido que promueven “dar vuelta la página”, conforman un marco de impunidad devastador para las víctimas y los familiares. Escucharlos a ellos y acompañar sus acciones de memoria es central para que la búsqueda de verdad no se apague. 

Quienes creen que es mejor no revisar el pasado o que escuchar a las víctimas puede “sesgar” nuestra interpretación de la historia, deberían preguntarse: ¿qué verdad se construye desde el silencio ensordecedor de los perpetradores?

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