El 24 de abril de 2016 ocurrió la primera manifestación abiertamente feminista de carácter masivo en el siglo XXI.
A diferencia de la brillante organización feminista más grande e importante de nuestra historia, que ocurrió en la década de 1930 mediante el Frente Único Pro Derechos de la Mujer, hasta ese día las marchas de las mujeres habían sido ciertamente pequeñas en número de asistentes y focalizadas en agendas concretas, como el derecho al aborto. En 2016 la explosión masiva del feminismo ocurrió bajo consignas que buscaban una vida libre de violencias para todas las mujeres, y en su momento se le llamó Primavera Violeta, en alusión a la Primavera Árabe, que influyó a muchas movilizaciones alrededor del mundo, iniciadas en el mundo digital.
El llamado #24A expuso que el movimiento feminista era multitudinario y ese carácter se ha refrendado en fechas conmemorativas y en algunas coyunturas que remarcan la exigencia de vidas dignas para las mujeres. Tras ocho años de aquella marcha en las ciudades más importantes del país, podemos decir que el movimiento feminista se convirtió en un imperativo de cualquier agenda institucional, y una vanguardia ineludible para cualquier plataforma política.
Sin embargo, a pesar de su masividad, al movimiento feminista lo caracteriza su inasequibilidad: está compuesto por cientos o miles de esfuerzos aislados, con agendas muy plurales, sin liderazgos continuos ni profundos y lleno de voluntades individuales. Esta característica le otorga un potencial indudable para cambiar las estructuras más profundas de la cultura, y quizá una de sus consecuencias más visibles y significativas sea la gran aceptación que existe para la candidatura presidencial de una mujer, que por primera vez en la historia es competitiva para ganar la elección.
Haber consolidado lo que tomó décadas de avance de los derechos políticos de las mujeres no es poca cosa. Desde 1982 tuvimos varias candidatas presidenciales mujeres, pero ninguna con competitividad real, e incluso ya hubo dos mujeres contendiendo simultáneamente para la presidencia: en 1994 Cecilia Soto y Amalia García hicieron sus campañas, pero de manera marginal políticamente hablando.
Paradójicamente, las demandas que tocan a la política institucional no están presentes de forma significativa en las movilizaciones feministas, y se siente un tono más bien de oposición a las instituciones. Pero sin la gran explosión de las ideas feministas probablemente no se sostendrían cifras como las que publicó el periódico Reforma recientemente, donde una encuesta develó que el 52 por ciento de la población piensa que una mujer es mejor para ocupar la presidencia, frente a un 15 por ciento que contestó que un hombre y un 30 que le daba igual. En la misma encuesta también se valoró mejor a las mujeres en cuestiones como organización, sensibilidad social, administración de recursos públicos y combate a la corrupción.
Probablemente muchas de las jóvenes que asisten a las marchas feministas se sentirían poco identificadas con un anhelo histórico como el de ver a la primera presidenta de la república, pero la alta aceptación de la participación política de las mujeres en un país con hondas raíces culturales machistas y misóginas no podría haber avanzado sin el cambio de paradigmas y valores que el feminismo lleva más de un siglo impulsando, tanto en la política como en los movimientos sociales.