Alguna vez el cineasta francés Jean Renoir dijo que el problema es que la televisión amalgame y convierta en papilla la realidad, la ficción, lo fundamental, lo secundario, el divertimento y la reflexión, lo que describe perfectamente la “ceremonia” de los premios Óscar de los años pasados, amalgama de lo fundamental con lo secundario, lo divertido con la reflexión, con un resultado de menjurje que a todas luces resultaba desagradable.
¿Lo peor? Supongo que la gente frente al Óscar buscaba generar rating. Todo mundo sabe que la ceremonia es fundamentalmente política. Por un lado Hollywood tiene una lucha encarnizada por crear historias desde un punto de vista progresista, y por el otro lado no nomina como mejor directora o mejor película a uno de los filmes más importantes del año pasado, cuyo eje central es la narrativa feminista, y que a todos luces cumple todos los parámetros para ser puesta en esa lista. Vaya, si filmes como Tar han estado nominados a mejor película, ¿cómo es posible que bajo un parámetro real de apreciación del arte la película de Barbie no lo esté?
Desde hace unos años lo que menos importaba en los Óscares era el cine, y lo más eran sus “estrellas” y “su maquillaje”. No importaba si la película era buena o no mientras tuviera las formas que la Academia necesitaba para dar nominaciones y victorias; es decir, el maquillaje. Y en cuanto a las estrellas, contemplábamos una ceremonia en la que lo más relevante era el por qué de la cachetada de Will Smith a Chris Rock, ahí tienen a sus estrellas…
Nos guste o no, Chritopher Nolan, con su maravillosa Oppenheimer, vuelve a poner en la mira del discurso al cine, porque si algo le interesa a este hombre es que el centro de este arte sea el arte del cine mismo.
Encima de todo, el rating volvió a subir, tras varios años de ir en picada. Nolan trata a sus espectadores como seres pensantes y no como idiotas.
Nos guste o no, con su película este director entregó la victoria al cine.