Entre Charlottesville, Estados Unidos, y la Ciudad de México parece haber poco en común. Sin embargo, ambas ciudades fueron escenario de crímenes muy similares que en el transcurso de un instante dejaron un retrato fiel tanto de la precaria situación de la izquierda como del peligroso envalentonamiento de sus enemigos.
El 12 de agosto de 2017, Charlottesville —una pequeña localidad del estado de Virginia— fue la sede de una manifestación tristemente célebre: el rally “Unite the Right”, convocado por la ultraderecha norteamericana para protestar contra la remoción de un parque local de una estatua de Robert E. Lee, general del bando esclavista en la Guerra Civil. Como ocurre con muchos de estos actos, el rally atrajo una mayor atención mediática por ser objeto de una contraprotesta protagonizada por quienes rechazaban la ideología neonazi que congregaba a los manifestantes. Ahora bien, lo que realmente le hizo dar la vuelta al mundo fue que alrededor de la 1:45 de la tarde, James Alex Fields junior, un supremacista blanco de 20 años, embistió de forma deliberada a un grupo de contramanifestantes con su automóvil, hiriendo a treinta personas y matando a una de mujer, Heather Heyer, de 32 años.
Lo que hoy se conoce como “el ataque de Charlottesville” fue un parteaguas en la política norteamericana. Era el primer año del gobierno de Donald Trump. Las llamadas “guerras culturales”, que se habían convertido en parte medular de la retórica política de la derecha norteamericana, se manifestaban en toda su brutalidad. Luego de años en los que la principal amenaza a la seguridad estadounidense parecía centrarse en el fundamentalismo islámico, las instituciones de seguridad tuvieron que admitir, así fuera de forma reticente, que lo que había ocurrido en Virginia era un acto terrorista del supremacismo blanco. Fields, un joven proveniente de un hogar disfuncional, trumpista y seguidor de Adolf Hitler desde la secundaria, fue condenado a cadena perpetua.
¿Qué tiene que ver este crimen con nuestro país? Durante las últimas semanas, la Cámara de Diputados discutió una iniciativa para reducir la jornada laboral de 48 a 40 horas a la semana. La propuesta, presentada desde octubre de 2022 por la morenista Susana Prieto, es todo menos revolucionaria. Como se sabe, México es uno de los países donde más horas se trabaja en el mundo, sin que ello redunde en una mejora en los salarios. La última vez que se realizó una modificación en la jornada laboral fue hace más de 100 años, cuando se escribió la constitución. La medida, por otro lado, es inevitable, toda vez que forma parte del tratado comercial con Canadá y Estados Unidos.
Con todo, la iniciativa ha enfrentado enormes resistencias. Incluso Carlos Slim, el tradicionalmente reservado mexicano más rico del mundo, se ha opuesto a la reducción. Luego de más de un año en un impasse legislativo, las expectativas para que fuera al menos discutida eran francamente negativas. Ante esta situación, un grupo de ciudadanos y organizaciones en defensa de los trabajadores convocó a una protesta frente al legislativo el martes 5 de diciembre para demandar la aprobación de la propuesta.
Fue durante esa jornada que un automovilista arrolló con su camioneta a un grupo de manifestantes en las inmediaciones de San Lázaro. Como en Charlottesville, no se trató de un accidente, sino de una acción deliberada, como respuesta al cierre de vialidades en esa parte de la ciudad. Y aunque las consecuencias de este crimen no fueron mortales, el conductor de la Chevrolet Captiva con placas del Estado de México pudo darse tranquilamente a la fuga.
¿Cuál es el hilo que une a Charlottesville con la Ciudad de México? El de la violencia de quienes no temen atentar contra las vidas de quienes se manifiestan pacíficamente en defensa de los derechos de las mayorías y contra el discurso del odio. La diferencia entre ambos casos está en que mientras los ultras estadounidenses son fácilmente reconocibles, los nuestros a menudo pasan desapercibidos. Los supremacistas blancos llevan esvásticas y banderas confederadas, pero nuestros ultras dan la impresión de ser mucho más normales: llevan gorra, manejan una SUV y seguramente se piensan hombres de bien —probablemente, incluso sean “apolíticos”—; no obstante, comparten el mismo natural homicida.
Incidentes como el ocurrido la semana pasada no sólo muestran lo peligroso que es defender pacíficamente las causas de las mayorías: también revelan lo extendida que está la ideología a la que le resulta legítimo pasar violentamente por encima. Entre quienes reaccionaron a la noticia del atropellamiento en redes sociales, no eran pocos quienes respondieron: “Está bien que los atropellen, ¿quiénes se creen bloqueando vialidades”, “Ese de la camioneta merece un premio”, o el clásico “Pónganse a trabajar, huevones”.
Hoy vivimos una especie de ansiedad generalizada por el auge de la ultraderecha. El triunfo de Javier Milei en Argentina es el último de una serie de eventos en los que el discurso de odio ha ido ganando espacios en el mundo. Sin menospreciar a estos estridentes personajes, es preciso recordar que esta nueva ultraderecha hoy convive con otra que, a falta de mejor palabra, podemos llamar cotidiana.
Si algo enseña el crimen del 5 de diciembre es que el radicalismo en México no sólo está en el exbailarín de “Kairo” y el lumpenoligarca del Ajusco, sino en ese colectivo para quien manifestarse por la reducción de la jornada laboral merece ser atropellado. Esa otra ultraderecha es todo menos nueva: está en tus chats de WhatsApp, en tu edificio, en tu oficina. Y, como el conductor de la camioneta y quienes lo celebran, se creen justicieros y se saben impunes.