¿Cuál es la historia de la sucesión presidencial en México? Mucho se podría decir, pero no en un espacio corto como este. Sin embargo, me gustaría compartir algunos apuntes.
Estamos asistiendo a un escenario inédito en nuestro país, en el que una opción nacional y popular ha llegado a la presidencia y se tienen que definir, dentro del partido oficial, las reglas para trazar cómo será el proceso de selección del candidato o candidata y cuáles serán los arreglos que permitan a todos los jugadores quedar satisfechos y evitar las ruptura, que resulta, como es de suponerse, un manjar apetitoso para la oposición, tan hambrienta de errores de la contraparte a falta de proyecto, ideas y liderazgos.
El que se mueve no sale en la foto, rezaba el viejo dicho de la política mexicana, que significaba que las intenciones o ambiciones de un político tenían que ser discretas o casi imperceptibles en ciertos momentos si es que se quería seguir jugando el juego de “el tapado” y esencialmente mantenerse vivo cuando se definían las candidaturas más importantes y el futuro de los grupos políticos del otrora partido dominante. En pocas palabras, la disciplina. Parte esencial de la longevidad del Partido Revolucionario Institucional (PRI) fue la disciplina de los candidatos frente a las desavenencias que surgían en torno a quienes no resultaban nombrados para un puesto político, en especial para la presidencia de la república. Siendo una estructura todopoderosa, más que un simple partido político, los no afortunados en esos carruseles sabían que obtendrían compensaciones por acatar, además de que siempre cabía la oportunidad de seguir jugando más adelante. Siempre era mejor no romper.
Por otro lado, tal disciplina no ha sido parte de la historia de la izquierda. Hay que ver el grado de animosidad que prevaleció entre sus antiguos partidos y organizaciones y, para no ir más lejos, notar cómo todavía no existe una relación tersa entre todo el espectro de este lado. Ciertamente, además del debate que se ha instalado desde hace algún tiempo acerca de lo que hoy representa ser de izquierda, concedamos que existe en la actualidad un espectro de izquierda, que va desde las expresiones antiEstado y más cercanas al anarquismo hasta la opción partidista del Movimiento de Regeneración Nacional (Morena). En ese sentido, basta con revisar cómo ha sido históricamente la relación entre corrientes y liderazgos en ese espectro. Retóricamente, hay que preguntarse, por ejemplo, ¿qué fue del trato que en su momento hubo entre el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) y el Partido de la Revolución Democrática (PRD) hace más de dos décadas y lo que hoy ocurre entre el zapatismo y Morena? ¿O cuál ha sido la relación entre el cardenismo (de Cuauhtémoc) y el obradorismo?
En este contexto, no valen, me parece, ni la disciplina ni la discrepancia por sí mismas. Ambos son valores muy importantes en la política, pero son medios más que fines en sí. Vistas en perspectiva, estas cualidades deben ser ponderadas cuando lo que está en juego es un proyecto de país en medio de un mar de riesgos. Así, la coyuntura del cambio presidencial es fundamental para Morena, pero sobre todo para la continuidad de la transformación. Lo que hemos visto en los últimos días, este nuevo acuerdo en el que hay un cálculo real de las posibilidades y peso de quienes contienden. A diferencia de la tradición priista, cuando la disciplina se premiaba de un modo opaco y muchas veces corrupto, el arreglo morenista, en el que el segundo lugar en la carrera presidencial encabezará el Senado, el tercero la Cámara de Diputados y el cuarto será parte del gabinete de quien triunfe, implica la intención de reconocer el trabajo de cada uno de los contendientes, de disminuir el peligro de la ruptura y de apelar a la transparencia en la distribución del poder.
Asimismo, un aspecto notable que también rompe con una fuerte tradición de la cultura política mexicana es la renuncia del presidente a la potestad de nombrar a un sucesor o sucesora, de modo que se abra un camino perfectible de que sea el pueblo el que lo haga. Aunque el ejercicio demoscópico no es una garantía absoluta y, como dije, deberá ser mejorado cada vez, sí permite confiar en que una mayoría estará convencida de la propuesta, lo que le otorga una mayor legitimidad al proceso y vuelve muy costosa la “vía del renegado”, que rompe el acuerdo por su interés personal y fractura al proyecto de transformación. Por si fuera poco, esto es un contraste con las formas poco democráticas y opacas que existen en otros partidos para la elección de candidatos presidenciales.
En su último tramo de gobierno, el presidente Andrés Manuel López Obrador buscará, además de completar sus grandes proyectos de infraestructura, como el Tren Maya o el Corredor Interoceánico, garantizar una mayoría unida con el llamado plan C y, por si fuera poco, requerirá domar el ánimo golpista de poder judicial y los medios de información corporativos que mayoritariamente se han opuesto al proyecto de transformación. Todo lo anterior es fundamental para preservar su legado político, siempre bajo la convicción de ser defensor y practicante de uno de los mayores legados de la Revolución: sufragio efectivo, no reelección.