El debate sobre la desaparición del INAI —el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales— ha estado dominado por la indignación. Un poco de indignación real y otra mayor cantidad de indignación simulada. Los indignados han pretendido cimentar su discusión en premisas falsas. Un constante déjà vu. Se afirma que el presidente no tiene intención de informar, que rechaza la importancia de la transparencia y que lo que en realidad quiere es un Estado opaco, sombrío, fúnebre. En esta narrativa, la desaparición del INAI es la primera parte de un plan malévolo que Andrés Manuel López Obrador ha esbozado mientras se frota las manos. Si esto fuera cierto, razones sobrarían para enojarnos. Afortunadamente, las premisas son —por decir lo menos— imprecisas.
La transparencia es fundamental en una sociedad democrática como aquella en la queremos vivir: de aquí partimos.
Un poco de historia siempre viene bien. El INAI surge en el contexto de la llamada “transición democrática” y vio la luz en el 2002 gracias a la promulgación de la Ley Federal de Transparencia y Acceso a la Información Pública Gubernamental. En aquel entonces se llamaba IFAI y su naturaleza era la de un organismo descentralizado, es decir que si bien no dependía jerárquicamente del gobierno central, sí funcionaba bajo el cobijo estatal. Lo normal. Su creación respondió a una promesa de campaña de Vicente Fox y a importantes esfuerzos de académicos y periodistas.
Años después, el instituto incrementaría sus funciones y adquiriría la naturaleza de organismo constitucionalmente autónomo, es decir, ya no se adscribiría a los poderes tradicionales del Estado. ¿Qué significa esto? Que mantendría relaciones coordinadas con los demás poderes sin subordinarse a ellos.
Lo que el IFAI y después el INAI buscaron —quizás con genuinas buenas intenciones— era contar con un mecanismo independiente del poder político que rindiera cuentas de un Estado que, históricamente, había sido opaco y poco transparente. Lo que subyacía detrás de la autonomía otorgada al INAI (y a otros órganos constitucionalmente autónomos) no era sino desconfianza en el poder político. La suspicacia estaba bien fundada: el Estado había abusado, alguna salida habíamos de encontrar.
Lo más triste vino después. El poder del instituto terminó por convertirlo en un manjar apetitoso para el poder político: ser consejero es un galardón muy bien ponderado que otorgan los partidos políticos. Además, su autonomía terminó traduciéndose en falta de rendición de cuentas, discrecionalidad, poco control y menos transparencia. Sí, nuestro instituto es autónomo del Estado, pero no del resto de los poderes fácticos. El poder económico se ha mantenido demasiado cerca, dándole un uso privado a nuestras instituciones. Tal cercanía se tradujo en la protección de ciertos actores bajo el paraguas del resguardo de los datos personales (otra función del instituto) y en la reserva de millones de expedientes durante los gobiernos de Felipe Calderón y de Enrique Peña Nieto. Aquí la paradoja: al querer protegernos del Estado le abrimos la puerta a un animal de mayores proporciones y peores intenciones. Hoy el cielo está despejado, el poder político —imperfecto y que naturalmente habrá de estar limitado— es el único capaz de proteger a la mayoría de aquel animal.
El juicio no aplica a rajatabla, lo que complejiza naturalmente el debate. Si bien los órganos constitucionalmente autónomos carecen de cierto control directo que se ejerce a través del voto, algunos resultan fundamentales en atención a la historia democrática del país. El INAI no es uno de ellos. Su subsistencia no se justifica en términos operativos, financieros, de eficiencia y buen manejo. En contraste, existen órganos constitucionalmente autónomos tan relevantes que su excesivo costo y potencial ineficiencia deberán ser disculpados en aras de la supervisión y regulación de ciertas áreas de la vida pública.
Lo que propone el presidente es, sin agendas ocultas, ahorrarnos lo que nos cuesta el INAI. Mil millones de pesos al año —a la luz de las debilidades del instituto y la capacidad de sustituir sus funciones— son excesivos para el erario, un gasto innecesario. La propuesta no debería ser ninguna sorpresa viniendo de un gobierno que busca reducir gastos redundantes y redirigirlos hacia programas y proyectos prioritarios para el bienestar social. La propuesta es reconstruir el Estado atomizado que nos dejaron gobiernos anteriores, que subcontrataban las funciones estatales.
La mayor crítica que ha recibido la propuesta es que la Auditoría Superior de la Federación (ASF), la Fiscalía Anticorrupción y otros órganos del Estado no pueden asumir la tarea de rendir cuentas porque el Estado sería juez y parte.
Esta afirmación prescinde de dos elementos importantes. Primero, que el INAI no es la autoridad encargada de transparentar a los ciudadanos la información gubernamental. Todas las instancias de gobierno tienen la obligación de resolver las peticiones de información que reciben a través de la plataforma de transparencia. Todas. Lo que hace el INAI —entre otras funciones— es actuar como tercero para el caso de que la autoridad no cumpla con el requerimiento de información o señale, infundadamente, que la misma se encuentra reservada. Su función central es esa: resolver controversias derivadas de las solicitudes de acceso a la información. La desaparición del INAI no implicaría la desaparición del árbitro. Hoy ya contamos con órganos estatales —el poder judicial, por ejemplo— que cuentan con la capacidad y herramientas para resolver estas controversias. Segundo, la propuesta presidencial no implicaría, así sin más, la desaparición de la obligación de transparentar la información gubernamental. El proceso de desaparición deberá perfeccionarse mediante un juicioso ajuste de todo el sistema nacional de transparencia.
La propuesta de desaparición del INAI no busca esconder información ni quitarnos herramientas democráticas. Eso es falso, alarmista. Unos y otros creemos que es importante que se proteja el derecho de cualquier persona a conocer información pública como el financiamiento implicado en la refinería de Dos Bocas, Tabasco. Por increíble que parezca: coincidimos. Lo que la propuesta busca es eficientar y fortalecer el funcionamiento del Estado y, no menos importante, cerrarle la puerta de un portazo al poder político y económico que fue apoderándose del instituto.
El movimiento político que cuestiona el funcionamiento del INAI no ha estado libre de vicios, todo tiene que decirse. Es cuestionable la falta de nombramiento de los comisionados faltantes. Esto no ha permitido al organismo tener el quórum mínimo para sesionar. El bloqueo en el nombramiento de los comisionados no es la forma en que democráticamente acordamos funcionar como Estado. Está bien querer reformar al INAI, es comprensible y congruente con una nueva visión de Estado. Sin embargo, la vía correcta es la discusión en el Congreso para modificar la constitución y el Sistema Nacional de Transparencia. Como se ata, se desata.
Termino con la esperanza de que tengamos esta conversación de forma honesta: una discusión compleja en donde no baste vestir al INAI de rosa ciudadano, un debate responsable en el que nos permitamos estar equivocados y llegar a acuerdos.
Invito a la oposición y a sus opinadores a no utilizar —al menos en esta ocasión— la carta de la indignación. Aquella que sus asesores de imagen sugieren usar para que aparenten ser defensores de algo. El país requiere una forma más honesta de comunicar para abordar los problemas que, según afirman, les preocupan.